LA HABANA, Cuba.- Acabo de leer Hippie, el más reciente libro del brasileño Paulo Coelho. Me lo regaló hace unos días en el aeropuerto de Miami, adonde fue a despedirme, un muy querido amigo de la juventud que se fue de Cuba hace 36 años, terminó de estudiar periodismo en los Estados Unidos –en su patria se lo impidieron por “problemas ideológicos”– y hoy integra el consejo de redacción de uno de los más importantes periódicos en español de la Florida.
Mi amigo, nostálgico incurable como yo, con toda intención me regaló el libro que narra el peregrinaje hippie del autor por Sudamérica y Europa en pos de Katmandú, y escribió en la primera página, como dedicatoria: “Para ti Luis. De cuando fuimos quijotes y soñábamos con viajar y más”.
Nunca había reparado en el lado quijotesco de nuestra agitada adolescencia, pero pensándolo bien, tiene razón mi amigo. ¡Y a qué clase de molinos de viento, con que aspas, nos tocó enfrentarnos! ¡Y cuántos Sanchos y Dulcineas que no lo merecían quedaron por el camino! Y total, a fin de cuentas, el mundo que quisimos cambiar, ni remotamente resultó como lo deseábamos. Pero valió la pena. Y en cierta forma, al menos en nuestros casos, cada cual, a su modo y circunstancias, logramos hacer realidad nuestros sueños de ser publicados y viajar.
Recuerdo ahora como escondíamos celosamente los poemas y cuentos que escribíamos sin esperanzas de poder dar con una editorial extranjera que los publicara, para que no cayeran en manos de la Seguridad del Estado y les diera motivo para enviarnos a la cárcel, en aquellos tiempos en que éramos sospechosos habituales solo por el hecho de no mostrar entusiasmo en el cumplimiento de “las tareas de la revolución”, ser melenudos, amantes del rock y andar con “gente rara”.
Mi amigo y yo, allá por los 70, éramos hippies. O nos considerábamos tales. Porque en Cuba, a pesar de la denodada lucha de los mandamases contra el “diversionismo ideológico”, de las muchas prohibiciones y de las frecuentes redadas policiales, hubo hippies. Y hasta algunos se tornaron míticos, como Mezclilla, Flower, Pluto, Maggie, Mayra La Gorda, Barbarita La Loca, Aleida Zeppelin, El Plátano y Mario El Enajenado, mi entrañable vecino de San Francisco número 70, en La Víbora.
Fue tardíamente, unos años después del verano de amor de San Francisco, cuando los hippies norteamericanos e ingleses ya comenzaban a venir de vuelta. No tuvimos Woodstock, no fuimos a Machu Pichu, a la Isla de Wigth ni a Katmandú, y nuestras experiencias sicodélicas fueron más que modestas. Pero no cabe dudas de que en la medida de nuestras posibilidades éramos hippies con todas las de la ley –y fuera de ella, si tenemos en cuenta que vivíamos en un país con tantas ordenanzas que remedaba un campamento militar y una granja de trabajo forzado–.
Íbamos a fiestas casi clandestinas que podían ser interrumpidas por la policía, donde tocaban los equivalentes cubanos de las estrellas del rock (Conde, Pepino, Pitaluga, Ringo); pasábamos las madrugadas en los parques del Vedado, oyendo en pesados radios rusos la música underground de la KAAY, de Arkansas; hablábamos, sin mucho conocimiento de causa, del budismo zen y la meditación trascendental, consultábamos el I Ching, y teníamos improvisados gurús que nos daban consejos espirituales; nos bañábamos desnudos de noche en las playas de Santa María y Boca Ciega, luego hacíamos el amor, en el agua y en la arena, libres de preocupaciones y cuidados –aún no había aparecido el SIDA–, aunque siempre pendientes de que no nos pillaran los guardafronteras con sus perros y sus bayonetas.
Acusaban a los hippies de desenfreno sexual, en una época en que el amor, o algo que se le parecía, se practicaba de modo más que libre, libérrimo, igualmente en becas, campamentos agrícolas, refugios militares, almacenes o casas derrumbadas, como si no hubiese algo mejor que hacer, cual inmejorable antídoto ante tantas imposiciones, trabajo “voluntario”, emulación socialista y teque adoctrinante.
Entre otras tonterías, aseguraban que los hippies no se bañaban. Y lo que es peor: las autoridades los acusaban de romper teléfonos y cometer sabotajes. Hasta inventaron, allá por 1969, una historia sobre un supuesto intento de descarrilar la montaña rusa del Coney Island.
Pero, como si con nosotros no fuera… Y si nos agarraba la policía, en cuanto salíamos del calabozo, aun si nos pelaban y nos rompían los discos, siempre volvíamos a reincidir…
Será que uno tiende siempre a idealizar el pasado, por duro que haya sido, pero fue un tiempo lindo. Nos dejó manías y testarudeces incorregibles que aun arrastramos, amores de los que matan –o casi– indelebles, para recordar, y amistades que han resistido el paso de los años y de los azares de la vida. Es el caso de los amigos que hace unos días me fueron a despedir al aeropuerto de Miami, entre ellos el que me regaló el libro de las andanzas hippies de Paulo Coelho, que tan nostálgico me ha puesto y que me ha hecho rememorar todo esto.