LA HABANA, Cuba – Que un contador de chistes gane más en 45 minutos que un neurocirujano en un mes, o que un arquitecto, un profesor universitario o un abogado, no indica necesariamente que el humorismo haya remontado la crisis que desde hace decenios padece en Cuba. Tampoco significa que el público cubano tenga a los contadores de chistes en más alta estima que a los neurocirujanos y al resto. Lo único que demuestra, en todo caso, es el caos socio-económico que impera aquí.
Les llamo contadores de chistes y no humoristas, pues aunque ambas cosas parezcan ser lo mismo, para mí no lo son. El contador de chistes recrea. El humorista revela. La comicidad no tiene que ser sinónimo de humorismo. Tampoco todos los cómicos poseen el depurado talento que distingue a un humorista.
Pero no voy a incurrir en la pesadez de ponerme a inventar el agua fría conceptualizando en torno a un género sobre el que tantos dijeron ya lo que hay que decir. Si acaso, para redondear el asunto en forma rápida, tal vez me baste con echarle garra al concepto de uno de los clásicos del humor en nuestra lengua, Ramón Gómez de la Serna, para quien “definir el humorismo en breves palabras, cuando es el antídoto de lo más diverso, cuando es la restitución de todos los géneros a su razón de vivir, es de lo más difícil del mundo”.
Entre los contadores de chistes que pululan hoy en La Habana, algunos (los menos) son reales humoristas y otros no pasan de ser “metecabezas”, luchadores del “baro”. Entonces de lo que trato aquí es de expresar mi asombro ante el hecho de que los dueños de restaurantes particulares deban pagarle 100 CUC (equivalentes a dólares), como mínimo, a los peores entre esos “metacabezas” por 45 minutos de actuación; algo que no sólo desborda el absurdo de nuestro panorama económico, sino también da cuenta de la cadena de atropellos que practica o propicia el régimen, como leonina competencia, contra la pequeña empresa privada.
Claro que los dueños de restaurantes no están obligados a pagar tan abusivos honorarios (entre 100 y 500 CUC por 45 minutos, según la categoría que se conceda a sí mismo el contador de chistes). Pero quien no lo haga, cae en desventaja competitiva con respecto a los demás, pues los tales showman, sean buenos, regulares o malos, constituyen un particular atractivo para los comensales.
De más está aclarar que esos honorarios no son legales. Pero la culpa no la tienen los dueños de restaurantes ni los contadores de chistes, sino las empresas estatales que debieran cubrir, por vías formales, la demanda del público. El Centro Promotor del Humor y la empresa Adolfo Guzmán hacen contratos de servicios con los restaurantes para canalizarles la actuación legal de humoristas y otros artistas. Pero en la práctica estas empresas son simples parásitos que no pueden cumplir su función. Acuerdan contratos (al precio de 750 pesos, moneda nacional) por cada humorista que le suministren al dueño del restaurante, pero no pueden garantizarles su actuación porque no poseen un real control sobre los humoristas, quienes prefieren actuar por su cuenta para no ser controlados, mal pagados ni mal promocionados por la empresa estatal.
Llegados a este punto, se impone esclarecer que mis objeciones no van contra los contadores de chistes en cuestión, y muchísimo menos contra los mejores entre ellos. Pues incluso los malos se atienen a lo que las circunstancias les facilitan, haciendo, además, un adecuado uso del viejo principio de oferta y demanda.
Por otro lado, la de contar chistes es una profesión que ni remotamente fue inventada aquí y ahora. Países como Inglaterra, Argentina o Estados Unidos, ostentan una larga y prestigiosa tradición en lo referido al humor de espectáculos y particularmente al showman. En nuestra propia Isla hubo auténticos humoristas que hicieron zafra contando chistes en vivo o grabados, como Álvarez Guedes, que es el máximo líder del humorismo en Cuba, o como Chaflán.
El pecado de muchos de los actuales contadores de chistes es creer que cualquiera con un poco de tabla puede hacer lo que hacía Álvarez Guedes. Así como el pecado del público consiste en aceptar como valiosos los pujos de cualquier improvisado que comente con un mínimo de chota picardía –por muy superficialmente que lo haga– las múltiples absurdidades de nuestra vida cotidiana.
Para un gran humorista y poeta contemporáneo de Cuba, Ramón Fernández Larrea, el humorismo es esencialmente un sistema de desfocalización de la realidad. Pero, añade Larrea, “si desenfocas la realidad cubana dentro de Cuba, te conviertes en un agente de la CIA”. Ello tal vez explique, aunque sea sólo en parte, por qué los mediocres y epidérmicos shows de muchos de nuestros actuales contadores de chistes no son sino otra cara de la crisis del humorismo cubano.