LA HABANA, Cuba.- Casi cincuenta años después de ser escrito por Lisandro Otero, he vuelto a leer el cuento “Morder las bellas rocas”, y tan ridículo me pareció, que no sé si me dio risa o ganas de vomitar.
¡Y pensar que cuando lo leí por primera vez, a inicios de los 70, me pareció profundo, con buena onda y hasta audaz por lo crítico! Claro, en aquella época cualquier cosa que se apartara siquiera un milímetro del teque oficial, nos parecía un atrevimiento, una proeza. A fuerza de adoctrinamiento, venda en los ojos, empujones y correctivos de todo tipo para meternos en vereda (tropical y verdeolivo-roja siberiana), nos tenían casi convencidos o simulando el convencimiento -¡qué remedio quedaba!- de que el futuro pertenecía por entero al socialismo. Y uno tenía que hallar algún consuelo ante tamaña inexorabilidad, tan aburrida y castrante.
Morder las bellas rocas, escrito por Lisandro Otero en septiembre de 1968, era una metatrancosa disquisición a caballo, entre el existencialismo y el realismo socialista a lo Manuel Cofiño, generosamente rociada con lemas del mayo parisino y consignas castristas. Reflejaba los conflictos morales de un intelectual que se debate entre la vida burguesa a la que estoicamente trata de renunciar y “la construcción del socialismo”, esa frasecita que aludía al disciplinado acatamiento y entusiasta participación en cuanto disparate se le ocurriera al Máximo Líder.
Los conflictos del intelectual pequeño burgués metido a la cañona en la revolución fidelista afloraron como obsesión en buena parte de la narrativa de Lisandro Otero, desde La Situación, de 1963, hasta El árbol de la vida, de 1990.
En el caso de “Morder las bellas rocas”, esos conflictos y las disquisiciones sobre ellos son disparados por una rubia y bella amante, catorce años más joven que él, que tenía 35, con la que siente prurito y se ve forzado a romper, no tanto porque sea una descocada promiscua, con problemas existenciales dignos de una película de Bergman o Antonioni, a la que no puede seguirle la rima, sino porque es apática ante “las tareas revolucionarias” (no entendía “nuestra voluntad de cambiar la vida”), y le gustaban las revistas extranjeras, el jazz, las canciones de Aretha Franklin y de vez en vez, cuando aparecía, fumarse un pito de marihuana.
¡Horror! Había que terminar. ¡Que Lenin y el Ché lo ayudaran! ¡Que catástrofe si los tan celosos de la moral revolucionaria, compañeros del núcleo del partido lo acusaban no solo de tarrúo, sino de andar con una “enfermita”, una desviada ideológica, y para colmo, marihuanera?
En definitiva, según explica el autor, siempre justificándose y a la defensiva de cualquier vigilante de la rectitud político-ideológica que pudiera asomarse, nunca se sintió en paz con ella, debido a “sus aires insumisos y su rebeldía permanente”. Y luego de confesar que no sabía “distinguir entre la nueva moralidad y la antigua corrupción”, se pregunta: “¿Se trataba de la última generación o del primer anatema?”
Así, un domingo, antes de que amanezca, el escritor escapa del abrazo de la rubia, salta de la cama y para redimirse, se pone la ropa caqui y las botas rusas y se va al trabajo voluntario en la agricultura. La ruptura con la chica queda aplazada para cuando regrese, lleno de fango y satisfacción por el deber cumplido, si la encuentra en casa, si es que ella, solamente revolucionaria en materia sexual, no se complicó por La Rampa, Coppelia o la Cinemateca y se metió en la cama con otro.
Antes de montarse en el camión que lo conducirá al campo, proletariamente apretujado, el autor pasa revista a los inconvenientes que enfrenta: el motor del Ford que no responde, las guaguas siempre abarrotadas, de los cubos de agua que hay que subir por la escalera cada vez que se rompe el motor que bombea el agua del edificio, del refrigerador que no enfriaba bien porque no conseguía el repuesto para cambiar la goma de la puerta, del calentador eléctrico roto y que hacía que para bañarse en invierno tuviera que calentar el agua en la única de las cuatro hornillas de la cocina que funcionaba, “con lo que el baño se convertía en una ceremonia más complicada que una coronación medieval”.
Y, por si fuera poco, echaba de menos la luz del anuncio de neón de Firestone. Ah, pero enseguida recordó que “la energía que se consumía en aquella impresión artificial de prosperidad ahora se dedicaba a la construcción de escuelas”.
Parte el alma y desfigura el rostro -evoca a Retamar en similares trajines y a las canciones de Silvio del corte de Domingo Rojo- cuando el compañero Lisandro, en plan de expiación, describe la felicidad que experimenta en el trabajo voluntario, sucio de tierra, sudado, derrengado, disfrutando, él que siempre fue tan elegante y refinado, el almuerzo servido en bandeja de aluminio: chícharos, arroz y boniato hervido.
Uno se pregunta cómo un intelectual puede ser capaz de tanta aberración y masoquismo sin abochornarse. Se puede explicar que hace medio siglo se buscara justificaciones a sus dudas alguien como Lisandro Otero, un escritor talentoso pero pedante, devorado por sus contradicciones internas, frustrado, que rabiaba de envidia por Cabrera Infante. Pero, ¿hoy, luego de tantas décadas de engaño y desastre?
Triste, increíble, que aún se escuchen hipócritas loas y cantos de flagelantes y payasos sumisos. Basta darse una vuelta por la Asociación Hermanos Saíz o las mesitas de la UNEAC del inefable Miguel Barnet. Solo que, si va, prepárese a resistir las náuseas…