LA HABANA, Cuba.- Me consta, porque con unos poemitas panfletarios y pese a mi corta edad me convertí en miembro fundador de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que su ejecutivo, a través de su membresía, siempre procuró ayudar al desarrollo cultural de los cubanos.
Pero nunca han podido.
Desde sus inicios, en 1961, chocó con un muro que ni siquiera a través de sus rendijas penetraba la luz. El nuevo dictador, Fidel Castro, dueño del Estado, se acaparó todo, se hizo dueño de todo, lo mangoneó todo y decidió por la cabeza de todos.
Como a nuestro Apóstol le parecía que le mataban a un hijo cuando se privaba a un hombre del derecho a pensar, ¿a cuántos hijos de José Martí habrá matado Fidel?
Es cierto que antes de él los gobernantes demócratas no se preocupaban en absoluto por los escritores. Eran un cero a la izquierda, pero eran también libres de escribir a su antojo.
Con el maniobrero comunista resultó peor. Los escritores tenían que escribir a favor de la Revolución o dedicarse a vender mangos.
Una brigada de agentones de la Seguridad olfateaba inconformidades o disidencia entre los escritores y artistas, entre las líneas publicadas o por publicar, en las pinturas y dibujos, en los guiones de radio, en obras teatrales.
Lo recoge la historia: hubo expulsiones, libros enviados a la hoguera, cárcel y destierro para los desobedientes que habían desoído el libreto estatal. Siempre a su favor, en contra de la libertad creativa.
Tras el fallecimiento del poeta-presidente Nicolás Guillén, la figura decorativa de la UNEAC, el joven escritor Abel Prieto, su relevo, se refirió en una entrevista publicada en 1990 en la Revista Bohemia al destino cruel de esa organización. La calificó de dogmática y no dejó de aclarar que “se le dio un tratamiento injusto a escritores y artistas de talento”.
La entrevista hizo pensar a muchos que un soplo de aire fresco renovaría el ambiente de la anquilosada UNEAC.
¿Pero cómo, si el viejo dinosaurio seguía allí?
Abel, fiel a su nombre, siguió el camino más conveniente. Se convirtió finalmente en un experto demagogo como consejero intelectual del sucesor del dinosaurio, para repetir hasta el cansancio la misma receta, que aún no ha dado resultado: “Hay que defender este socialismo, haciéndolo más eficiente, realmente superior en términos de dignificación de la criatura humana, del entorno, de la calidad de vida de la gente”.
En 1990, a Abel le interesaba el mundo de la gente pequeña, según expresó, el mundo anti heroico y gris; o sea, la gente de barrio, no la de estrellitas en los hombros. Ahora, en 2016, vuelve a la retórica de luchar contra el deterioro y el modo de actuar de la gente de barrio y nada dice de esos miles de cubanos que se escapan de muchas formas de la Isla del Diablo, esos disidentes que se mantienen activos, esos periodistas independientes, cuando nadie le hace la guerra a Cuba.
Sus declaraciones son realmente surrealistas.
En 2005, repitió en Madrid que el poeta y periodista Raúl Rivero “no fue condenado por pensar diferente, sino porque colaboró con una potencia que le ha declarado la guerra a Cuba”, que “el delito de opinión no existe en Cuba”, que “en Cuba nunca ha habido una ejecución extrajudicial, ni casos de tortura, ni de maltrato a presos”.
En 2007, dijo que “los dueños de los medios de prensa que mienten deberían ser condenados a cadena perpetua”.
Cuidado, Abel, cuidado.
En 2009, cuando le preguntaron sobre la deserción de artistas cubanos, dijo: “Eso no tiene el menor valor para la cultura cubana”.
Le voy a enviar un libro de poemas míos, donde declaro que en 1990 fui torturada en las tapiadas de la Seguridad del Estado por orden de Fidel. Le voy a prestar los libros de numerosos presos plantados donde narran torturas y maltratos durante décadas en las cárceles de Fidel.
Por último, le voy a mandar esta sencilla, sincera y valiente crónica a su correo electrónico, a ver qué dice.