LA HABANA, Cuba.- Se dice que Virgilio Piñera tenía una de las lenguas más temidas del “cogollito” artístico y literario habanero, y para probarlo se cuentan “malévolas” historias. Una de ellas implica al excelente fotógrafo Julio Berestein. Cuentan que al escritor le encantaba relatar aquella escena en la que se encuentra, en el Prado habanero, con su amigo íntimo, y donde le advierte que no podrán encontrarse esa noche como habían acordado porque se reuniría con algunos escritores en la casa de uno de ellos. “¿Y no puedo ir yo?”, preguntó el fotógrafo. “No, allí se hablará de cosas inteligentes, y tú no sabes ni quien era Luis XIV”, a lo que respondió con desenfado el fotógrafo: “Luis XIV era un tacón”.
La “maledicencia” de Virgilio pretendía ridiculizar al amigo; con el chiste, con el hecho de que para Julio no existiera el “Rey Sol”, y que su nombre no fuera más allá de un zapato levantado sobre altísimo tacón rojo, pretendía el escarnio; pero viéndolo de otra manera Berestein fue mucho más ingenioso que Virgilio. Con su respuesta, el artista del lente negaba la figura de un déspota monarca. La respuesta de Julio reducía al rey, convirtiéndolo en apenas un tacón, y quizá hasta en un estilo de gobierno, y no creo que alguien pueda negar ese ingenio. Virgilio veía un rey mientras el fotógrafo miraba unos zapatos de tacón muy “elevados”, ese era para Berestien el legado del monarca.
Aquello era un chiste, y no creo que Virgilio se vanagloriara de su humorada después de saber que su amigo estaba encerrado en una cárcel, y mucho menos cuando supo de su muerte acaecida en 1968, y sin que hubiera recuperado la libertad. Así ocurrió, Julio Berestein, el artista que tantas veces apretó el obturador después de apuntar al escritor, murió en una cárcel cubana. Julio quedó encarcelado después de que lo denunciara un inquilino al que había rentado una habitación de su casa en la calle Calzada, esa que está tan cerca del Auditorium, aquel teatro que cambió su nombre tras el afán revolucionario de “cambiar todo lo que debía ser cambiado”, y que hoy se conoce como Amadeo Roldán.
Sin dudas entre las cosas que debían ser cambiadas podían ser las preferencias sexuales y políticas del fotógrafo. Y es que son dos las causas que se achacan al injusto encierro. La primera aseguraba que Berestein intentó seducir a su inquilino, mientras la otra, así aseguraría el alquilado, que en esa casa se reunían un montón de “contrarrevolucionarios” que hablaban muy mal del Gobierno y añoraban su desmoronamiento. Y Julio cumplió prisión hasta el día de su muerte, sufriendo, sufriendo mucho, y sin comprender por qué cualquiera de esos deseos que le achacaron podían encerrarlo hasta la muerte.
Ninguna de esas razones es suficiente para decidir sobre la libertad de alguien que trabajó muchísimo en bien de la cultura cubana; lo mismo desde las páginas del Diario de La Marina, que en Carteles, e incluso en el periódico Revolución. La labor del fotógrafo sería inmensa. Julio Berestein captó para la posteridad la imagen de muchos artistas. Julio inmortalizó, en la quietud de una foto, el movimiento de Alicia Alonso en la escena danzaria. Berestein captó lo que otros no vieron en un cuadro de Cundo Bermúdez, de Ponce, de Amelia Peláez o Víctor Manuel. El artista, prisionero y muerto, puso su lente, su vida, en función de la vanguardia pictórica cubana, y a pesar de eso murió siendo un prisionero. Cuenta Josefina de Diego, que su padre, el poeta Eliseo Diego, disfrutaba mucho de una imagen que tenía colgada en alguna pared de su estudio, y en la que aparecían las hermanas García Marruz, también captada con el lente de Beresteín.
Berestein hizo las fotos de cada uno de los artistas que posaron junto a sus obras, y que formaron parte del catálogo para aquella exposición, “Pintores cubanos modernos”, financiada por Gómez Mena, que exhibió el MOMA, en el Nueva York de 1944. Y en el gran museo se vendió aquel catálogo con fotos del hombre que moriría, veinticuatro años después, en una cárcel cubana, por no comulgar con los presupuestos de esa “revolución” que está a punto de cumplir sesenta años.
Nada importó lo que hizo mientras estuvo al frente del departamento de fotografía del Museo Nacional de Bellas Artes, nada sus fotos, nada su pasión por la pintura cubana y por la danza. Nada importó que quisiera vivir en Cuba, en libertad y trabajando. Y no tengo noticia alguna de que Alicia Alonso intercediera a favor del fotógrafo desafecto y homosexual, ese que la siguió con su lente mientras estuvo vivo, quien la fijó en los gloriosos momentos de su juventud. Berestein murió en la cárcel, pisoteado por el “tacón” de alguna bota “revolucionaria”. Allí no se le permitiría usar su lente ni apretar el obturador. Allí encerraron sus ojos, quebraron su mirada. Berestein no comulgó con los altos tacones rojos de los zapatos de Luis XIV, pero tampoco con el tacón negro de las botas “revolucionarias” que lo llevaron al encierro y a la muerte. Sin dudas a Berestein no le gustaban las monarquías.