MIAMI, Florida, agosto, 173.203.82.38 -Desde su aparición en el escenario político cubano, Fidel Castro codició extender la efervescencia revolucionaria en primer lugar a América Latina y luego al resto del mundo. Esa ambición respondía al conocido lema suscrito por Carlos Marx en el Manifiesto Comunista: “Proletarios de todos los países, uníos”. Y simultáneamente se derivaba de una trastornada necesidad: la revolución cubana no podría mantenerse en el poder y extenderse si no era apoyada por otros movimientos revolucionarios. Castro fijaba su atención en aquellos países donde la ideología marxista había alcanzado un relativo nivel de desarrollo y los partidos comunistas lanzaban inflamadas arengas con el propósito de tomar el poder. Aquella idea muy pronto se sintetizó en otro proyecto mucho más amplio: la revolución global.
Hubo un momento en que los acontecimientos se sucedían a tal velocidad que parecieron darle la razón a Fidel Castro.
Aunque resulte paradójico, el país más afectado fue Cuba. Resulta incalculable la cantidad de recursos que Fidel Castro invirtió en su insaciable apetito expansionista. Durante varias décadas la mayor parte de las finanzas cubanas se destinaron a la organización de movimientos guerrilleros y la construcción de campos de entrenamiento.
Pero el testimonio más elocuente del fracaso de Fidel Castro se registra cada día a lo largo del Rio Grande y el resto de la frontera de México con los Estados Unidos. Se estima que miles de latinoamericanos cruzan ilegalmente esa frontera. Dominicanos, haitianos y cubanos se embarcan por millares en precarias embarcaciones buscando acceso al territorio norteamericano, mientras toda Centroamérica se mueve por la frontera de Texas y otros tantos tratan de hacerlo a través de Canadá. Toda esta masiva emigración va detrás de la economía de mercado, del sueño americano y no de la codiciada revolución global. Todas las grandes ciudades estadounidenses están repletas de “hispanos” que, legal o ilegalmente, se las arreglaron para llegar hasta aquí, dejando atrás a los políticos e intelectuales con sus utopías y nostalgias.
La sociedad latinoamericana entendió la inutilidad de las guerrillas, los asesinatos políticos, los coches bombas y el trauma de los mutilados y los desaparecidos. Aquel “nuevo orden revolucionario” se vino abajo al margen de los descabellados proyectos castristas que han servido de inspiración a Chavez, Ortega, Morales, Correa.
América Latina ya no responde a aquella obsoleta imagen que con tanta obcecación se fijara en casi todas las mentes durante la década 1960-1970. Esta América Latina de nuevas clases medias vinculadas a los negocios bancarios, de seguros, de tarjetas de crédito, de empresas extranjeras, de publicidad, de prensa y de servicios profesionales reúne a muchos de los tecnócratas y burócratas del sector privado y a buena parte del sector público. Pertenecen a aquella generación que en los 60’s del pasado siglo construían barricadas y se enfrentaban a la policía al grito de “Cuba sí, yanquis no”. Hoy, en sus casas, quieren buenos electrodomésticos y sienten la necesidad de concurrir a restaurantes de exquisito gusto y caros platos y, sobre todo, anhelan delirantemente la posesión de un automóvil de un modelo superior. Ufanarse de la posesión de artículos elaborados en el extranjero, especialmente en los Estados Unidos, marca la diferencia. Tratar de asentarse en los mejores barrios es una meta cuya fijación roza los límites de lo irremediable.
¿Qué ocurrió realmente? ¿Se perdió el espíritu revolucionario? La verdad es que la mayoría de los revolucionarios latinoamericanos, incluso los más cercanos a la tesis castrista, decidieron experimentar la opción electoral – excepto los grupos terroristas que operan en Colombia – considerándola una importante contribución a la victoria del socialismo del siglo XXI. Aquellos que se anclaron en la tesis castrista de la “revolución global” hoy solo aspiran a un minúsculo espacio en la sociedad y, si acaso, a un asiento en el parlamento.