GUANTÁNAMO, Cuba. – En Cuba se han publicado textos de indagación sociopolítica que constituyen valiosos instrumentos de análisis sobre la sociedad cubana e internacional. A pesar de la valía de esos textos, muy críticos de la mal llamada sociedad socialista cubana y de la realidad vivida en los países exsocialistas de Europa del Este, es evidente que, aunque los autores de esos libros fueron publicados, sus ideas jamás fueron aceptadas por la nomenclatura cubana.
Quizás la causa de esa indiferencia de los jefes cubanos hacia la intelectualidad radica en que ellos siempre han dirigido el país como si fuera la finca de Birán, de la cual Fidel y Raúl Castro tomaron abundante experiencia en cuanto a los métodos de ordeno y mando que luego aplicarían a Cuba, la finca mayor. O pudiera ser también que esa actitud se deba a que la dictadura cubana jamás tuvo entre sus filas a pensadores de la altura de León Trotski, Lenin o Gramsci. Esta circunstancia, unida a la característica autocrática implantada por Fidel Castro en la estructura de mando relegó a los pensadores a un plano secundario.
Intelectuales de la talla de Carlos Rafael Rodríguez, Juan Marinello, José Antonio Portuondo y hasta el mismísimo Nicolás Guillén -todos de probada filiación comunista desde mucho antes de que Fidel Castro rechazara el verde rotundo de las palmas para proclamarse tan rojo como el centro de los melones- entendieron que era muy peligroso andarse con jueguitos intelectuales frente al Comandante en Jefe. El ególatra no los alcanzaba en cuanto a cultura pero ejerció un poder omnímodo sobre el país. Aníbal Escalante, un comunista de la vieja guardia, ignoró esa realidad y le costó muy caro.
Libros como “Polémicas culturales de los 60”, ensayos seleccionados por la Dra. Graziella Pogolotti, “Sobre los pasos del cronista”, que trata sobre el quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965 y “Tiempo de escuchar”, ambos de la autoría de Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco, así como el periódico “Lunes de Revolución”, constituyen pruebas meridianas de la lucha ideológica que se libró en Cuba durante la primera década de la nueva dictadura y cómo a pesar de las preocupaciones de algunos intelectuales la ortodoxia comunista terminó por imponerse.
En 1971 fue desmantelado el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana y Fernando Martínez Heredia -su director, y también de la revista “Pensamiento Crítico” desde su fundación en 1967 hasta su clausura en 1971- comenzó su calvario junto con otros intelectuales cubanos. A pesar del ostracismo al que fue sometido, continuó mostrando la misma fidelidad y obediencia, lo cual permitió su rehabilitación casi veinte años después. Su eclosión intelectual ocurrió en la década de los noventa del pasado siglo cuando publicó “En el horno de los 90” y “El corrimiento hacia el rojo”, a los que siguieron “El ejercicio de pensar”, “Andando en la Historia” y “La crítica en tiempos de Revolución”, una antología de textos publicados en Pensamiento Crítico, donde se hacen afirmaciones muy atinadas sobre la realidad cubana, entre ellas la que consideraba un error estratégico priorizar las reformas económicas olvidando las políticas, como a ultranza ocurrió, porque a Martínez Heredia, a pesar de la lucidez de sus análisis y de su probada fidelidad al castrismo, los mandantes no le hicieron ningún caso.
A raíz del discurso realizado por Fidel Castro el 17 de noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana, Julio César Guanche publicó una selección de textos con el título “El Poder y el Proyecto”, una obra mayúscula -según la opinión de Alfonso Sastre-donde se analiza el presente y el futuro de la Revolución cubana. Desgraciadamente, el texto tuvo una escasa tirada de 2000 ejemplares, otra de las tácticas usadas por los comisarios políticos y culturales del castrismo cuando algunas obras les resultan incómodas.
Otros textos como “El continente de lo posible”, del propio Guanche y “Cambiando la mentalidad…empezando por los jefes”, del conocido profesor universitario Manuel Calviño, que ofrecen una apreciable información y análisis de la realidad cubana, han corrido la misma suerte.
Entre las publicaciones que los déspotas cubanos deberían leer no puedo dejar de mencionar “La mosca azul” y “Paraíso perdido. Viajes por el mundo socialista”, ambos de Frei Betto, donde el brasileño denuncia la corrupción existente en el Partido de los Trabajadores de Brasil desde mucho antes de que Lula fuera sancionado por corrupto, al tiempo que hace una crítica mordaz al socialismo real.
Pudieran añadirse a esas obras otras como “Socialismo traicionado”, de Roger Keeran y Thomas Kenny, “Autocríticas. Un diálogo al interior de la tradición socialista”, “El derrumbe del socialismo en Europa”, de José Luís Rodríguez García y “La perestroika. Impresiones y confesiones”, de Hans Modrow.
Ninguno de los intelectuales mencionados es contrarrevolucionario. Todo lo contrario, expresan públicamente su posición comunista y una lealtad absoluta hacia la dictadura cubana. El mérito de sus obras estriba en que han tenido el valor de criticar acciones ejecutadas en el socialismo real que están muy alejadas del proyecto de socialismo con rostro humano que ellos proclaman y que cada día gana más defensores teóricos, pero que hasta hoy solo ha sido irrealizable gracias a la vocación arribista, dictatorial y corrupta de todos los que han liderado procesos de tal naturaleza.
La aparición de todos estos libros exigía una mayor resonancia social de sus ideas mediante la realización de presentaciones y debates, y sobre todo, mediante tiradas amplias. Pero nada de eso ocurrió ni ocurre en Cuba, donde la actividad cultural tampoco escapa al férreo control de una dictadura a cuyos dirigentes poco les importa lo que opinen sobre su actuación otros ciudadanos, por más fieles e inteligentes que sean.