LA HABANA, Cuba — Hace diecisiete años –tiempo que llevo escribiendo para CubaNet- que estoy por hacer una crónica sobre algo que me sucedió con Fidel Castro, mi vecino de Punto Cero. Si me preguntaran por qué no la escribí antes, no sabría qué responder. Por falta de valor no fue.
De este año no pasa que no la escriba, me dije hace unos días, no sea que no pueda recordarle esta anécdota que ocurrió entre él y yo, en el caso de que Dios decida llevárselo al fin, para que le haga compañía a sus amigos Lenin, Stalin, Saddam Hussein, Gadafi, Chávez y muchos otros.
Ocurrió en 1960 del siglo pasado, en la antigua residencia de la Embajada Soviética, donde se celebraba una recepción con motivo del 43 aniversario de la Revolución de Octubre.
Alrededor de la piscina de la Embajada, rodeada de frondosos árboles, iluminados con bombillas entre sus ramas, unas treinta personas compartían sentadas en varias mesas.
De pronto, aquel ambiente sosegado y agradable que disfrutábamos fue interrumpido y un fuerte ruido, como si una cosa estallara o explotara, lo conmovió todo. En lo alto de unos escalones que conducían a la piscina, como una estatua en espera de vítores y honores, apareció Fidel Castro, de improviso, contemplando el espectáculo.
Como ovejas que escuchan el llamado de un cencerro todos se abalanzaron hacia él. Las solteras querían verlo bien de cerca y los hombres también. Mi jefe, un hombre ecuánime y de una sólida personalidad, quien me llevaba por primera vez a una embajada, fue de los primeros que arrancó a correr cuando lo vio, como si Fidel fuera una aparición caída del cielo.
Yo tenía apenas 20 años de edad. En segundos hubiera alcanzado al grupo de enloquecidos que rodearon al Guerrillero Heroico. Sin embargo, me quedé allí, sentada, contemplando el panorama. En un momento dado descubrí que Fidel, de forma insistente, clavaba su mirada sobre mí.
Transcurrieron minutos. No sé cuántos. A mí me pareció una eternidad.
Nos separaban apenas unos diez o doce metros de distancia. Recuerdo la escena como cosa de teatro.
Yo, la única persona que había quedado sentada alrededor de la piscina y Fidel Castro, muy extrañado, con sus ojos clavados sobre mí, como si yo fuera un bicho raro, o como si hubiera presagiado en ese mismo momento a una enemiga del futuro.
Pasaron muchos años y jamás he podido olvidar aquella escena y sobre todo su mirada, mientras trataba de atender a quienes lo rodeaban. Estoy segura de que si tiene buena memoria todavía, el, que a diario sabe todo lo que se dice sobre su persona, recordará aquel extraño incidente, en una piscina soviética, con una muchacha que no se levantó a saludarlo.
Cuando Manuel Corrales, mi jefe en la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, regresó a la mesa, molesto e intrigado, me preguntó por qué no había acudido al encuentro con Fidel.
Recuerdo perfectamente que le respondí:
–Porque él no me conoce…
Me miró sin comprenderme y seguimos allí, como si no hubiera ocurrido nada.
Creo que todavía los cubanos no le habíamos cogido tanto miedo a la crueldad que usaba el Comandante Invicto con los que no se portaban bien en su país.