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Angola, una guerra mal contada

Angola cubanos
El dictador Fidel Castro con cubanos en Angola. Foto Internet

LA HABANA, Cuba.- Era yo todavía un niño cuando aquello comenzó. Mi padre era joven, tenía entonces la misma edad de Cristo cuando fue crucificado, apenas treinta tres años, y quizá ni los había cumplido. Los padres de muchos de los niños de entonces, de los niños de casi siempre, eran tremendamente jóvenes, y algunos eran aún imberbes cuando comenzó la guerra en Angola, muchos ni siquiera habían conocido al primer amor, ni engendrado al primer hijo cuando inició eso a lo que dieron el “tierno” nombre de “Operación Carlota”.

Así se comenzó todo, con el nombre de una mujer negra y rebelde que enfrentó en Cuba al colonialismo español. En la Cuba comunista algunos nombres cobraron mucha importancia y fueron rescatados. Los nombres, al menos eso suponen todavía, definen las acciones, y hasta las reputan. Ningún apelativo podría ser mejor que el de una mujer negra traída de esa África a donde volverían, muchos años después, quienes hicieron un viaje a la inversa, un viaje a las raíces, para “pagar la deuda” con África, para “llevar la libertad”, así dijeron, y a tiro limpio.

Mi padre no fue parte de aquella “gran epopeya”. Mi padre no cargó un pesado fusil, y ni siquiera consigo imaginar su delgadez con tanto peso, con tan “mala carga”. Él prefirió quedarse con mi madre, con sus dos hijos. Él nos prefirió a nosotros. Mi padre eligió la tranquilidad de la casa, el calor de mi madre y a sus dos hijos. Él prefirió sentarse en medio de la tranquilidad de su portal acompañado de alguno de sus libros, alejado del “polvo y la metralla”, de ese polvo y metralla que dejó a muchos en ajenos campos de batalla.

Mi padre prefirió su casa y a los suyos. Él no fue a Angola ni a ningún otro sitio a hacer una guerra que anduvo enarbolando las banderas del “internacionalismo proletario”. Él se quedó en casa educando a sus hijos y amando a su esposa, pero otros hicieron lo contrario, como ese hombre que recuerda ahora, y con mucha insistencia, la televisión cubana; ese hombre que recién casado tuvo que engañar a su joven esposa, por indicaciones de “arriba”, ese que tuvo que hacer creer a su mujer, a quien había jurado fidelidad eterna, que haría un viaje a la URSS para estudiar una carrera universitaria, y ella, ingenua, le creyó, lo extrañó, lo esperó.

Ese es el testimonio que hace visible la televisión por estos días, y que es mucho más que una historia de fidelidad y entrega, que es, simplemente, la historia de una pareja que fue dispareja durante los tres primeros años de matrimonio, durante esos tres primeros años que traen infinitos placeres, mucho goce, o gozadera, si así prefiere el lector. Y esos fueron también años de traiciones en otras parejas, porque no hay mal que dure tres o cuatro años, ni cuerpo joven que lo resista. Fueron años en los que esa importante institución que es el matrimonio fue violentada, desacralizada en esas comunistas aventuras.

Algunos dijeron no voy y conservaron el matrimonio, pero les negaron el respeto, ese respeto que nada tiene que ver con la participación en una guerra ajena. Algunos dijeron no y les negaron también otras cosas, muchas cosas, un sinfín de cosas, cosas que sintieron, incluso, los hijos en sus propios pellejos, Y esos hijos también serían víctimas de la que quizá fuera la más justa y trascendental de entre todas las decisiones que tomaran sus padres, pero así es la vida cuando de comunismo se trata, cuando se niega algún servicio, algún favor, a los comunistas en el poder.

Y muchos de los enrolados en la “Operación Carlota” no volvieron nunca, al menos vivos. Muchos volverían lisiados, otros locos, muchos amargados. Y algunos conocieron, “por boca” de los mismos que los conminaron a hacer la guerra y a enfrentar a un enemigo que no era suyo, cada detalle de las infidelidades de sus esposas, y como si fuera poco, esos mismos que se quedaron en sus cómodas casas, tan lejanas al campo de batalla, ordenaron también el cumplimiento del divorcio a los “tarrúos”.

Así fueron las cosas, pero de eso no se habla en Cuba. El poder silenció la verdadera tragedia, disimuló las familias escindidas, rotas para siempre; y esas quebraduras no fueron causadas solo por la muerte, esas roturas fueron ordenadas, muchas veces, por el gobierno, por el partido comunista, ese poder que rigió también, que rige aún, “las camas”. Y, sin embargo, ese poder que fue a hacer “revoluciones en África” no consiguió aún acabar con el enorme racismo que existe en esta isla, un racismo que no se resuelve, como creyeron hacerlo, en Cuito Cuanavale.

La Guerra de Angola fue, para los cubanos, mucho más que sus batallas, fue mucho más que MPLA, más que FAPLA, más que UNITA. La guerra de Angola no se puede reseñar con una historia de amor entre un hombre y una mujer que tuvieron que posponer esa historia y que la retomaron luego para vivirla aún. Angola es más que una historia de amor. Angola y su guerra fue, para nosotros, mucho más que Zavimbi, Holden Roberto, Fidel Castro. La guerra de Angola fue más: fue muerte, divorcio, desamor, hijos sin padres, alcoholismo, mujeres sin maridos, hombres sin mujeres, dolor, dolor inmenso.

La guerra de Angola ni siquiera acabó con el racismo en Cuba, y quizás hasta lo hizo más fuerte, pero eso llevaría otro análisis, llevaría hacer notar, demostrar, ese racismo evidente y también el disfrazado, que aún persiste acá y con mucha fuerza, aunque la misión tuviera el nombre de “Carlota”. La guerra de Angola, para nosotros, también está relacionada con el SIDA, con sus primeros casos, aunque muchos dijeran que era una enfermedad de “maricones”. Nuestra historia en Angola no es una historia de diamantes y oro, al menos para el pueblo.

Angola es muchísimo más, es mucho más que esa edulcorada historia que nos mostrara la televisión hace unos días. Angola es, aunque suene cursi, una espina clavada en el corazón de la familia cubana. Angola es una enorme lista de muertos, como esa, conservadora creo, que acabo de ver en alguna página de internet, y en la que descubrí que el último nombre de esa enumeración era un hombre del pueblo donde nací.

Esa lista cierra con un hombre que aún recuerdo y que vivía en Encrucijada, mi pueblo natal, cuando salió a hacer una guerra ajena. Y no sé si los más jóvenes lo recuerdan todavía, yo mismo lo había olvidado, lo recordé solo porque descubrí su nombre en una lista de muertos, y quizás esa sea la única bondad de mi texto, este que escribo indignado por la tantísima importancia que dio la televisión a esa historia de amor truncada por un rato, olvidando tanta muerte. Y ya a punto de cerrar, y para colmo, descubro, que el último en la lista de muertos es un hombre de apellidos Tomás Veliz, de quien no se advierte el nombre, solo unas iniciales: V.R., eso, y nada más.

Solo apellidos, ni siquiera un nombre; un muerto sin nombre, y sin nombre no hay vida…, ni siquiera en otros tiempos. Y recordé, mirando la lista, advirtiendo los apellidos, aquel revuelo en el pueblo, aquella conmoción que fue atemperada por el miedo y que terminó en silencio. Hace mucho que no voy al pueblo donde nací, y no sé si los encrucijadenses aún recuerdan ese nombre, a ese hombre que un gobierno mandó a morir en lejana geografía, que es mucho más triste que un amor pospuesto por un par de años.

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