LA HABANA, Cuba.- Sin caer en la inmodestia, debo decir que tuve grandes y excelentes amigos. Grandes no porque fueran de gran estatura, sino porque poseían talento y sabiduría.
Si dijera sus nombres no tendría para cuando acabar: el poeta Francisco Riverón Hernández, el periodista Bernardo Viera, los escritores Luis Marré, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Nicanor Parra, Joaquinito Ordoqui, Ricardo Bofill Pagés, Ernesto Díaz Rodríguez, los pintores Rubén Moreira, José Cid, Mario Gallardo y Jesús de Armas, y muchos otros que siguen vivos en mi memoria, pese a que casi todos están muertos.
Ciro Bianchi Ross (1948) no fue uno de mis últimos amigos de los llamados “años revolucionarios”. Luego vinieron otros que, por desgracia, están en el exilio de Miami, ex presos políticos plantados que perdieron gran parte de su vida por la Patria.
A Ciro lo conocí a finales de 1971, cuando anduvimos unos meses como parias, casi excluidos de la sociedad castrista, porque en aquellos momentos no teníamos un trabajo fijo y muy poco dinero para comer. Ciro siempre en busca de algún órgano de prensa que aceptara sus escritos y yo recién había quedado fuera de la Revista Bohemia, por cuestiones ajenas a mi voluntad.
Lo recuerdo de estatura napoleónica, de carácter mordaz, de pocas palabras e incluso tímido por lo general.
Pero me resultó simpático, siempre obsesionado por visitar a José Lezama Lima, con el andar apresurado pese a sus pasitos cortos cuando recorríamos la calle Trocadero, el Paseo del Prado o Galiano, en busca de algún libro interesante o de una pésima pizza hecha en un timbiriche estatal.
Hace poco vi que el periódico Juventud Rebelde homenajeó a Ciro, con un cake de cumpleaños, porque el 5 de noviembre se cumplió “una década y media de su colaboración”, puesto que no faltó en entregar sus escritos cada domingo en dicho órgano oficialista.
Se equivocó el autor del comentario, quien primero dijo que se trataba de quince años, fecha exacta en que comenzaron a salir sus crónicas, guardadas muchas de ellas en mi archivo personal. Lo llama “el hombre de hierro de las letras” porque saltó vallas y obstáculos —imagino cuáles, pues carecemos de libertad de prensa—, pero yo lo llamaría un buen acróbata que ha bailado en puntas de pie, para no hacer ruido, sobre una cuerda floja carente de protección.
Y lo llamo así porque este buen cronista de viejas anécdotas, en más de cuarenta años no se ha atrevido a escribir la que yo sí he escrito —no tan bien como él— más de una vez, cuando el autor de Paradiso soltó una bomba atómica entre nosotros tres y, en vez de entrar en pánico, Ciro soltó durante largos segundos las más estruendosas y ya legendarias carcajadas y yo me quedé en éxtasis, esperando lo peor.
La historia fue así: Accede el Maestro a dedicarme el libro de su poesía completa. Cuando me lo entrega, veo que se equivoca con mi segundo apellido. En vez de poner Castro, pone Cruz.
“Lezama, usted se equivocó. Yo no soy Cruz”, le dije.
Lezama respondió, mirando fijamente a los ojos de Ciro, luego a los míos: “Sí, lo sé. Por aquí tengo su libro, pero, ¿sabe lo que ocurre? ¡Es que ese Castro me ha caído siempre tan mal!”