LA HABANA, Cuba.- Mi primer encuentro con un libro de Milan Kundera (y también con los de Alexander Solshenitzin, Mikhail Bulgakov y Vasili Grossman) fue en el templo underground de Mayito, en la calle San Francisco, a mediados de los años 70. Luego, los libros prohibidos me los prestaba mi primo Waldo. Años después, pude leer los que me faltaban gracias a la biblioteca independiente —tan surtida como la chistera de un mago— de Gisela Delgado. En todos los casos, los que te prestaban los libros te pedían que no los exhibieras por la calle, y había plazos perentorios para su lectura porque había otros que esperaban para leerlos.
De todos los escritores de Europa Oriental, el checo Kundera es mi preferido. Siempre he pensado que es muy injusto que no le hayan concedido el Premio Nobel. Si algún escritor lo merece, ciertamente ese es Milan Kundera.
Lo que Kundera narraba de la vida bajo el comunismo me resultaba harto familiar. Tanto que a veces me reconocí en algunos de sus personajes, incluso muchos años antes de verme en situaciones similares. Lo que me impresionaba era el filosofar de Kundera sobre las cosas que constituían nuestra amarga cotidianidad.
Los que aspirábamos a ser escritores nos retorcíamos de envidia. Disponíamos de vivencias parecidas, pero no éramos capaces de escribir así.
¿Sería que el comunismo con pachanga, con horrores y todo, no daba para tanto?
¿Sería que los chivatos y segurosos precisaban hablar en ruso o en algún idioma de Europa Oriental para ser peores y más creíbles villanos?
¿Serían obligatorios la nieve y los abedules para dar tintes más sombríos?
A falta de ello, tendríamos que aceptar y hasta agradecer los cañaverales de Matanzas, una apestosa barraca en Guane, un calabozo de una estación policial de La Víbora o Guanabo, la guardia en una fría noche tras la alambrada de una unidad militar al sur de La Habana?
¿Acaso duele más la confesión de la que deja de ser la novia de un desviado ideológico por orientaciones de “los compañeros del Comité de Base de la Juventud Comunista”, a la sombra de un viejo y ruinoso castillo de Moravia que en el muro del Malecón?
¿Y qué hay de los amigos de la beca con los que lo compartías todo y que se vigilaban y chivateaban unos a otros con entusiasmo —nos enseñaron desde niños que ese era nuestro deber— en aquellas asambleas de análisis de grupo en que se esperaba de nosotros que “estalinistamente” nos autocriticáramos y admitiéramos nuestras debilidades ideológicas?
Tus compañeros de aula y de dormitorio sabían todo sobre ti… Las muchachas que ligabas, con quién te reunías, si hablabas con “maricones”, si leías libros prohibidos y revistas extranjeras, preferías la música americana, o cometías la osadía de escribir cartas a familiares en Miami…. ¿Cómo no iban a saberlo todo si compartíamos la ropa, los zapatos, los cigarros, las latas de leche condensada o de carne rusa, la culpa por los robos en la cocina, y hasta el exiguo chorro de la ducha cuando quitaban el agua y nos quedábamos enjabonados?
Soy un incorregible nostálgico, suelo tener buena memoria, pero recuerdo a pocos de mis compañeros del Instituto Pre-Universitario “Cepero Bonilla”. Casualmente, sabia que es la memoria al seleccionar, los que recuerdo no están asociados a experiencias desagradables, sino todo lo contrario.
De los otros, los musulungos que me delataron, las muchachas que me plantaron porque yo no les convenía, los amigos que no eran tales y que me dieron la espalda porque mi compañía los perjudicaba, no me acuerdo bien, se me confunden los rostros, los nombres y las culpas. Aunque estas últimas ya no me parecen tan graves… Y no es tanto que uno haya aprendido que de nada sirve el rencor, sino que luego de demasiadas tristes experiencias, ya sabemos que los regímenes totalitarios son absolutamente culpables de todo lo que sucede en sus entrañas retorcidas.
Así, todos fuimos víctimas, y también culpables, en mayor o menor grado, de la sociedad en que vivimos, si es que a eso se le puede llamar vida.