LA HABANA, Cuba. – Como amo la libertad y he pasado toda la vida bajo una dictadura no me oculto para decir que me alegra más la fuga de la corredora bielorrusa Krystsina Tsimanouskaya que las proezas en los Juegos Olímpicos de Tokio de mi compatriota el luchador Mijaín López.
Krystsina logró asilarse para escapar a Polonia, burlando a los esbirros del dictador Alexander Lukashenko, que la tenían prácticamente secuestrada en la delegación de su país al evento.
Mijaín López dedicó su hazaña a Fidel Castro y afirmó que fue el difunto dictador quien trajo el deporte a Cuba, como si mucho antes de su régimen no hubiesen existido Capablanca, Ramón Fonst, Martín Dihigo, Orestes Miñoso, Kid Chocolate, el Niño Valdés y otros campeones.
Se valora muy poco el fornido gladiador cuando, sofocado y sudoroso, atribuye todo lo que es como deportista a Fidel Castro –como si el Comandante fuese el mismísimo Dios– en vez de a su esfuerzo y dedicación personal.
Las medallas dedicadas a la dictadura por Mijaín López y el “Patria o muerte” del boxeador Julio César la Cruz más que alegrarnos deberían abochornarnos. Eso, si no somos masoquistas.
Es muy triste no poder alegrarnos por los triunfos de nuestro país en un certamen deportivo. Puede crearte cargos de conciencia si te reprochan lo que se puede interpretar como falta de patriotismo. Pero me consuela recordar a un argentino que conocí hace muchos años, que vivía asilado en Cuba, en Alamar, y que me confesó que se alegraba cada vez que el equipo de su país perdía en el fútbol, porque “esos jugadores no representaban a Argentina, sino a la dictadura militar asesina que se robaría el mérito”.
Esos deportistas que dedican sus medallas a Fidel y la Revolución, más que a Cuba, representan al régimen.
No se debería politizar el deporte, pero precisamente eso es lo que ha hecho siempre el régimen castrista, que presenta el deporte como “un logro de la Revolución”.
Los triunfos del deporte cubano, ampliamente propagandizados, pretenden un mensaje ideológico: la superioridad del sistema social cubano. Las proezas de los deportistas cubanos deben hacer suponer que el comunismo castrista produce seres fuertes y sanos, con mejores puños, músculos de acero, capaces de saltar, correr, nadar, lanzar y batear más que sus competidores. Si perdían, se culpaba a los árbitros, decían que se les había robado el triunfo, que el fallo había sido injusto.
Especialmente se politizó el deporte en los tiempos de Fidel Castro, y muy en particular el beisbol, que era su deporte preferido.
Durante décadas, los peloteros que salían a competir al exterior eran despedidos por Castro y otros altos dirigentes como si partieran rumbo a la guerra. Sus triunfos, que devotamente dedicaban a “Fidel y la Revolución”, eran celebrados con bombos y platillos, y premiados con un carro, una casa o simplemente –¡que más honor!- una cariñosa palmadita del Máximo Líder en el hombro.
A los que se escapaban al menor descuido de los “segurosos” de la delegación y pedían asilo, los tachaba el Comandante, con su habitual jerga bélica, de “traidores, desertores, vendidos al enemigo”, y los borraban de la historia del deporte cubano como si nunca hubieran existido. Una vez, cual dueño de las llaves del país, sentenció el Comandante: “No permitamos jamás que los traidores visiten después el país para exhibir los lujos obtenidos con la infamia”.
Poco ha cambiado con los sucesores de la continuidad post-fidelista. Solo que el desempeño de los deportistas en los últimos años deja mucho que desear. De ahí el ahínco –que llega a ser acoso– por obtener de los atletas que logran resultados meritorios, dedicatorias y declaraciones favorables al régimen. Como las de Mijaín López y Julio César la Cruz, que les vinieron como anillo al dedo a los mandamases, en este momento de dramática crisis y descrédito.
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