MIAMI, Florida, mayo, 173.203.82.38 -Mayo de 2011 abrió sus puertas trayendo dos noticias contrapuestas que pasarán a la historia por significativas. Roma e Islamabad iban a convertirse en centro de atención internacional por razones distintas, aunque cercanas en algunos de sus aspectos. El mundo cristiano católico celebraba con júbilo y emoción la culminación del proceso de beatificación de Juan Pablo II, uno de los más rápidos en efectuarse. Pocas horas, casi al concluir la jornada en la Plaza de San Pedro, un operativo especial de Estados Unidos daba muerte a Osama Bin Laden, líder de la organización terrorista Al Qaeda, y uno de los más buscados desde el atentado del 11 de septiembre en Nueva York y Washington.
Dos hechos aparentemente sin conexión que el desarrollo de los acontecimientos hizo coincidir de manera extraña, no para que un evento distrajera o hiciera perder la connotación del otro sino como mistériosa conjunción de las dimensiones humana y divina en un momento de particular turbulencia en un ámbito que se desentiende de Dios y de los hombres, mientras parece ir a un desencuentro fatal por cuestiones de fe. En este contexto raro, ateos y creyentes fanáticos vinculados a religiones e ideologías, concluyen por darse la mano en un pacto siniestro para sembrar terror y odio.
Precisamente en el calendario quedó marcado el 13 de mayo de 1981 por el atentado fraguado contra el hoy beato Karol Wojtyla. El Papa estuvo aun paso de la muerte por el acto terrorista perpetrado por los servicios de inteligencia del bloque moscovita. El Pontífice polaco se había convertido en una obsesión para el totalitarismo comunista, que se propuso eliminarlo físicamente. Para hacerlo eligieron a un ciudadano turco, buscando dar connotaciones religiosas al crimen político. Una vez más el Cristianismo y el islam servían de pretexto para materias que no tenían que ver con asuntos piadosos.
El Papa se salvó milagrosamente. El ateísmo militante de los asesinos pasó por alto el significado de la fecha determinada para llevar a cabo su fechoría criminal. Para ellos no tenía valor alguno que el asesinato ocurriera durante la celebración de la Virgen de Fátima. Hoy Juan Pablo II está en los altares para acompañar con la fuerza de su espíritu el mensaje de Jesús a una generación que enfrenta un mundo que cambia vertiginosamente y los desafíos de un siglo complejo.
Al extremo contrario, compartiendo la efeméride con Juan Pablo II, se encuentra Bin Laden. Aunque su vida estuvo enmarcada por la religión, no hay conexión entre las actitudes de ambas personalidades. La impronta del segundo dejó una estela de muerte y destrucción entre gente inocente, víctimas de una Guerra Santa declarada contra los impíos que rechazan al Dios de la fe musulmana.
La manifestación de regocijo ante la muerte ajena no es un sentimiento compatible con la voluntad cristiana. Pero hay casos en que la regla pareciera merecer una excepción. Adolfo Hitler, José Stalin, Sadan Hussein y ahora Bin Laden son casos típicos para ilustrar esta incongruencia. Lo trágico y espeluznante, peor aún que el júbilo comprensible que ellas puedan producir, resulta de los lamentos de un grupo que hace causa común con estas figuras terribles, con las que se identifican por resentimientos, malos instintos o torcidas intenciones. Lo vemos en las imágenes donde la ignorancia es aprovechada por los iluminados extremistas para incitar el odio bajo la excusa religiosa. Ni siquiera se percatan los incautos que aquellos que llaman al sacrificio de los mártires, cuidan la vida propia al extremo de esconderse en fortalezas y usar escudos humanos para evitar la muerte.
Son los mismos que exigen pruebas de la muerte del “mártir”, reclaman por la violación de rituales que no respetan a otros y lamentan la ausencia de acciones legales que ellos no reconocen y combaten porque provienen de un mundo al que han satanizado. Occidente y Estados Unidos en particular, son el enemigo a destruir.
La otra cara de la comunión compartida viene en los mensajes y notas que se producen en diversas partes del planeta a raíz de la noticia. Estos aliados dolientes, afines por razones muy ajenas a materia de credo, coinciden en sus críticas acérrimas de la Iglesia de Cristo, mientras por otro lado defienden hipócritamente extremismos religiosos que inducen al crimen. Todos demuestran la identidad del anti norteamericanismo confeso que les une y anima.
No vale hacer concesiones para convencer a los que han hecho pacto común con la maldad, disfrazada de justicia y fe. Unos vuelcan su bilis tratando de restar méritos a Juan Pablo II. Los otros exigen las evidencias demostrativas de la muerte de Osama, una consideración que debería valorarse solamente en atención a las víctimas de los atentados del 2001. Sólo a ellos correspondería el acceso a una cesión privada, donde se les muestren los testimonios del desenlace final del victimario que destruyó sus vidas.
Hay muertos que han entrado a la eternidad con la aureola santa brillando ya en vida. El lugar en un altar lo habían asegurado en el corazón de la gente sencilla y buena que les recuerda con amor agradecido. Otros en cambio tienen merecido como único sitial el banquillo acusatorio en las páginas negras de la historia, para que se les recuerde por el horror que desataron. Es la inferencia que debe sacarse de estos sucesos tan disímiles que coincidieron el pasado primero de mayo. Ese día quedará para recordar que el milagro de la justicia puede parecer imposible, pero termina cumpliéndose a pesar de las contradicciones y paradojas que generen su solución necesaria.