LA HABANA, Cuba.- En el relato La edad de la discreción, que Simone de Beauvoir publicara en 1967, advierte un personaje de lo insólito que le parece hacer, por esos días, un viaje de París a Moscú en solo tres horas y media. Supongo que tal asombro asistió a la escritora tras comparar esa minucia con el tiempo transcurrido mientras Diderot hacía el viaje desde Francia a San Petersburgo, ciudad a la que llegó para encontrarse con la emperatriz Catalina II, allá por el siglo XVIII, cuando intentó enseñarla a gobernar.
Unos años antes de esta observación, durante el año 1960, la francesa y su marido se dieron una “escapadita’’ a La Habana para conocer de cerca a la naciente “revolución’’, y hasta hicieron algunos viajes fuera de la capital, como aquel, del que quedaron testimonios fotográficos, a la Ciénaga de Zapata. Montados en una lancha rápida y acompañados por Fidel Castro y Celia Sánchez, los escritores vencieron el trayecto, y quién duda que esta breve travesía hiciera creer a los franceses que en Cuba todo evolucionaba al ritmo de aquel motor de la lancha en la que se movieron.
Simone apreciaba estas señales, las entendía como prosperidad, y con razón. En el mismo relato también hace notar que Andersen se conmovía recordando su juventud, esa en la que precisaba de toda una semana para atravesar Suecia, mientras que a sus sesenta años hizo la misma travesía en solo un día. La Beauvoir debió creer que la revolución se había hecho también para vencer largas distancias en pocas horas.
Tan apegada a los discursos literarios; la autora de El segundo sexo, pudo pensar en el Ulises de Homero, pero jamás supo del Ulises que provocó estas líneas. El que yo conozco no dejó atrás un reino y nunca regresa a Ítaca, pero sus desafíos son tan notorios como los que Homero decidió para el otro Ulises. El cubano no es muy dado a las aventuras, y siempre que vuelve sueña con hacer el trayecto que lo separa de Palma del perro, aquel caserío escondido entre montañas, en la provincia de Granma, en unas pocas horas, pero nunca lo consigue.
Ulises el oriental no añora el regreso ni siente nostalgias por el terruño. Vuelve cada vez porque no le queda más remedio, vuelve por lo que dejó atrás; a sus padres, a su hija de cinco años. Él no tiene un trono, ni a una reina por esposa. Tiene un bohío miserable con piso de tierra, en el que viven sus padres y su hija. Ulises nunca encontró allí un buen trabajo y viajó a la Habana a probar suerte, e hizo un montón de cosas hasta que se hizo ayudante de un albañil, y con él trabaja día y noche.
Este muchacho odia las peripecias de sus viajes. Lo apoca llegar a una agencia para conseguir un pasaje y que le digan que no hay. Lo amedrenta saber que si saca un billete de 10 CUC, y además paga el costo del pasaje, podrá llegar en unas horas a Bayamo, y seguir camino hasta Guisa, y luego… Ulises no soporta a los buquenques, esos intermediarios que por una buena suma le consiguen el derecho a comprar luego su pasaje.
Da pena que este hombre, quien se ’’rompe el lomo’’ trabajando, tenga que hacer sobornos si quiere viajar en tren. Y no cree que Cuba tuvo el primer ferrocarril en Latinoamérica. “¿Y qué pasó?’’, pregunta. Algunas veces hace el trayecto en un camión con ciertas comodidades; aire acondicionado, televisión, pero tiene que esperar a que se llene para que el chofer decida arrancar el motor, emprender el viaje. Y eso puede demorar…
A veces, como esta vez, sube a un camión destartalado, sin techo ni asientos, que no hace paradas antes de llegar a Camagüey, y siente frío, y hasta puede aparecer la lluvia que lo empapa, como esta última vez. Hace quince días se montó a pesar de las advertencias del chofer. “Ni para orinar paro’’, y únicamente la pericia de un policía holguinero consiguió detener el camión, después de las tantas amenazas que hiciera un pasajero dispuesto a abandonar los pantalones y defecar allí mismo, delante de todos. Seis horas y ni una parada, y el uniformado, tan asustado por lo escatológico de la escena, le arrancó la botella de ron a uno de los viajeros, y la lanzó delante del camión, que frenó de pronto e hizo tambalearse a algunos, caer a otros.
Así consiguieron bajar un instante… Y llegaron a Bayamo, catorce horas después, acompañado por el sereno y la lluvia; y continuaron sus peripecias en el viaje a Guisa, y luego un tractor lo adelantó algo, y caminó seis kilómetros, y llegó al bohío miserable. En la puerta lo esperaba su hija, con los brazos abiertos.
Así viajan los cubanos, y yo me pregunto qué diría Simone de Beauvoir. ¿Creería que su viaje en lancha hasta la ciénaga era común para todos los cubanos? ¿Qué diría aquel Sartre tan entusiasmado con la juventud de quienes ejercían el poder? ¿Qué pensaría de aquella ‘’juventud” que sigue perpetuada en el poder? Pobre Diderot si le hubiera tocado hacer en La Habana la misma recomendación que dedicara a Catalina II: “Una manera de volver un problema insoluble, es aumentar los requisitos: no hay que gobernar en exceso.”