LA HABANA, Cuba.- Este 11 de mayo se cumplen 143 años de la muerte en combate, en los potreros de Jimaguayú, Camagüey, del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, aquel “diamante con alma de beso”, como lo calificara nuestro Apóstol.
Muerto a los 32 años, Agramonte fue hasta ese día el más brillante de todos los generales de nuestra primera guerra de independencia, pero, sobre todo, un demócrata y acérrimo enemigo del caudillismo, ideales que seguramente se acendraron en él durante su permanencia en Europa desde 1852 hasta 1856.
Poco tiempo después de haber sido nombrado Mayor General del Ejército Libertador su nombre comenzó a alcanzar notoriedad como militar y su fama creció vertiginosamente después que Carlos Manuel de Céspedes le ofreciera reasumir el mando de la División de Camagüey, al que había renunciado en abril de 1870, precisamente por discrepancias con el Padre de la Patria.
Los ataques de su caballería alcanzaron celebridad a partir de entonces debido a la rapidez, sincronía y efectividad con que eran ejecutados, siendo una de sus más notorias acciones el famoso rescate del brigadier Julio Sanguily.
La democracia por encima de todo
El 10 de octubre de 1968, al conmemorarse el centenario del inicio de nuestras luchas independentistas, el entonces comandante en jefe Fidel Castro afirmó en uno de sus más polémicos discursos, al comparar la actuación de los jefes mambises con la realizada por su generación: “Entonces, nosotros habríamos sido como ellos; hoy, ellos habrían sido como nosotros”.
Con tal frase, Fidel Castro intentó presentar como idénticas y continuadoras de un mismo ideal a ambas generaciones, en un paralelo carente de objetividad histórica pues Céspedes, Agramonte y otros líderes independentistas eran fervientes partidarios de la democracia. En el caso de Agramonte quedaron para la historia sus juicios contra el comunismo, tan severos como los que posteriormente emitió José Martí. Los interesados pueden consultar la obra “El Mayor”, de Mary Cruz, publicada en 1972 por el Instituto Cubano del Libro.
Pero donde quedó expuesta meridianamente la posición democrática y civilista de Agramonte fue en la Asamblea de Guáimaro, que dio origen a nuestra primera Constitución. Allí se opuso enconadamente a la concentración de poder en manos de una sola persona –como ocurrió en Cuba después de 1959– y defendió la primacía de las instituciones, del ordenamiento jurídico, la tripartición de poderes y la democracia.
Hombre ilustrado y profesional del derecho, no desconoció los males que se entronizaron en las repúblicas latinoamericanas como consecuencia del caudillismo luego de haber obtenido la independencia de España.
Un referente muy actual
A pesar del tiempo transcurrido y las diferentes circunstancias históricas, el panorama político cubano continúa permeado por las mismas tendencias políticas que se enfrentaron en Guáimaro.
De una parte, entronizadas en el poder desde hace 57 años sin haber sido elegidas libremente por el pueblo, están las fuerzas anquilosadas del Partido Comunista, que defienden un sistema unipartidista, fuertemente centralizado, corrupto y, por tanto, debilitador de las instituciones y las leyes; fuerzas que, además, demuestran una total incapacidad para resolver las necesidades más apremiantes del pueblo y que rechazan que este ejercite plenamente derechos humanos universalmente reconocidos. Estas fuerzas representan a la parte más conservadora y reaccionaria de la sociedad cubana actual.
En la otra están quienes creen en la primacía de las instituciones jurídicas, la división de poderes y en el valor del voto popular como ejercicio soberano del pueblo.
Ambas posiciones, enroladas en una batalla ideológica que marca indeleblemente el escenario cubano contemporáneo, constituyen indudables resonancias de la Asamblea de Guáimaro.
Los centralizadores y dogmáticos de hoy son los que defienden el corrupto sistema de partido único. Reprimen, golpean, encarcelan y discriminan a los opositores pacíficos y luego tienen el cinismo de declarar que en Cuba hay democracia e institucionalidad. La soberbia que les impide reconocer su fracaso y adaptarse a las nuevas circunstancias históricas los lanza a un interminable maridaje con el pasado desde el cual se niegan a dar siquiera un paso hacia la consumación de la república con todos y para el bien de todos que anunció José Martí; una actuación que los colocaría en el punto de partida de lo que un día fue el programa democrático de la revolución cubana, con el agravante de la insalvable pérdida de 57 años y un daño antropológico extraordinario que requerirá décadas de paciente y riguroso trabajo para ser neutralizado.
En la otra parte, carente de medios para enfrentar en un plano de igualdad la ofensiva soez de los medios oficialistas y el contubernio mediocre de no pocas instituciones internacionales y gobiernos, está la oposición democrática y pacífica cubana. Vituperada, paria en su propio país, esa oposición, a fuerza de sacrificios y valor, gana cada día más espacios. Hoy por hoy se presenta como una fuerza social transformadora y, por paradójico que parezca, la única revolucionaria. Por más que sea denigrada, es en estos momentos la verdadera esperanza de la patria. Y en sus más hondas esencias late el ideal democrático de Ignacio Agramonte, que no muere ni morirá jamás porque es consustancial a la naturaleza humana.