WEST PALM BEACH.- Como era de esperarse, la “invitación” del gobierno cubano a que la “diáspora” participe en el proceso de discusión del Proyecto de reforma constitucional ha desatado un aluvión de reacciones diversas, desde la más absoluta negación hasta los más ingenuos optimismos, pasando por los que asumen con cautela la propuesta sin rechazarla de manera absoluta.
Pese a la diversidad de criterios, todas estas reacciones son lógicas. Tras un cisma de 60 años en que la dictadura ha negado y discriminado a la diáspora –más aún que a los cubanos “de adentro”–, privándola de sus derechos como nacionales, encareciéndole las visitas a la isla natal y sirviéndose de ella para exprimirle las remesas que a costa de su trabajo y su sacrificio envían a sus familiares y amigos en Cuba, entre otro sinfín de humillaciones, la reticencia a responder a una invitación de esa misma dictadura por una parte de los emigrados es perfectamente comprensible.
Desde el otro extremo del espectro, hay grupos que consideran oportuno participar y hacer saber al gobierno sus criterios sobre la reforma, exigiendo participación como ciudadanos cubanos –porque así se consideran a sí mismos con independencia de la voluntad del castrismo– y de paso exigir la inclusión del reconocimiento de este y otros derechos que les han sido conculcados.
En medio de ambos extremos, un sector de la diáspora duda –no sin fundamentos– de las intenciones de tan inusitada convocatoria, temiendo que se trate de otra trampa del régimen en pos de legitimarse, esta vez con el “apoyo” de la emigración. No obstante, les parece positivo poder exponer sus reclamos aunque se preguntan qué garantías tendrán de que sus criterios sean tenidos en cuenta.
En lo personal, a pesar de las muchas reservas que me despierta cualquier propuesta que provenga del poder político cubano y que me he negado de plano y públicamente a participar en la “consulta popular” que tendrá lugar en Cuba en torno a un proyecto que no apruebo, sí iré a las urnas a estampar un rotundo NO en mi boleta electoral, porque es mi derecho y el tema es de raigal importancia: no se trata de votar por un “delegado”, esa suerte de tonto útil que cumple el papel de muro de contención entre los privilegios de la casta política y las acuciantes necesidades materiales y espirituales del “pueblo”. Ahora se trata de la Carta Magna que nos somete a todos. Por eso, excepcionalmente, acudiré a las urnas.
En concordancia con eso, creo que el momento también es oportuno para que la diáspora responda a la invitación oficial y estampe sus reclamos, todo su rechazo a lo que consideren pertinente rechazar y todas sus aspiraciones como cubanos. No por el conformismo de que “algo es mejor que nada”, sino por lo mucho que significa su fuerza para los que empujamos por la democracia desde adentro.
Por demás, no deja de ser un logro de esa diáspora que el gobierno haya reconocido su existencia por primera vez. Lejos de ser una muestra de fortaleza de la autocracia insular, es un reconocimiento a la potencia de esos tres millones de cubanos en el exterior y una señal de debilidad de un régimen obligado a ceder debido a la crisis económica irremontable, presionado por el cúmulo de deudas y agobiado por otros muchos apremios. En tiempos de Fidel Castro, semejante capitulación no sería posible.
Sabemos que con participar en el debate la emigración no va a “tumbar” a la dictadura. Tampoco atrincherarnos en la negación lo va a hacer. Seamos realistas. Nadie va a desembarcar en Cuba a hacer una guerra para derrocar el gobierno. Tampoco es una opción deseable, me atrevería a decir que para la inmensa mayoría de los cubanos de cualquier orilla. Lo que nos une a todos los que anhelamos la democracia es el final de ese gobierno, lo que nos diferencia es el “cómo”. Y desde luego que la cúpula no va a abandonar el poder voluntariamente. Sin embargo, todo indica que no le queda otra alternativa que ceder. Estas pequeñas grietas que se abren no evidencian una voluntad de diálogo del Poder, pero sí pueden ser utilizadas por los cubanos de la diáspora para horadar el muro que ha edificado ese poder entre ellos y su nación.
Porque aunque la diáspora no decide nada en el Parlamento, como tampoco lo hacemos los que vivimos en la Isla –y de hecho, ni el propio Parlamento puesto que todo lo dispone la autocracia desde las alturas–, sí puede aprovechar la ocasión para legitimarse a sí misma, con una agenda de reclamos que, como cubanos, les corresponde.
Para ello los emigrados cuentan con todas las herramientas de comunicación que les ofrece el mundo libre e infinitamente más oportunidades que los cubanos de la Isla para dar a conocer públicamente su opinión sobre el engendro jurídico que es un proyecto de Constitución urdido a espaldas de toda la nación en un conciliábulo de 33 druidas.
En contraste, los cubanos “de adentro” no tenemos la posibilidad de saber con exactitud qué opiniones primaron entre una comunidad y otra, entre una cuadra o centro de estudios o de trabajo y otro. El limitado acceso a las redes y los controles de Internet obstaculizan que interactuemos adecuadamente, en tanto el monopolio de prensa gubernamental siempre tiene la posibilidad de manejar y alterar los datos para informar aquello que favorezca sus intereses.
En cambio, si un cubano de la diáspora rellena el formulario de la página del Minrex con sus reclamos y hace público en las redes ese formulario tal como lo escribió, el gobierno no podrá manipular su opinión o ignorarla sin pagar un costo político por ello. No es garantía de que se incluyan las exigencias de la diáspora en una pretendida constitución que, de hecho, cualquier ciudadano con un mínimo de sentido democrático negaría; pero sí sería una demostración de la existencia de un sector crítico que rompería el mito de que los emigrados son un conglomerado amorfo de “no cubanos”, resentidos, desarraigados y cargados de odio, que por tantos años la dictadura se ha dedicado a divulgar cuando lo ha considerado oportuno.
Si entre esos reclamos se incluyera el derecho a votar en el plebiscito de la reforma desde el exterior, sería una magnífica oportunidad de unirnos todos los que nos oponemos a la consagración de un partido único y de un sistema político fallido, como destinos eternos. Esa sí sería una muestra de voluntad política y de fortaleza que no se va a permitir la dictadura, pero que a la vez al negarla quedaría en evidencia.
Se trata de hacer que los amos de la plantación hayan venido a por lana y salgan trasquilados, solo habría que hacer que la trampa que tienden se vuelva en su contra. Al menos así lo considera un sector nada despreciable de la diáspora y muchos de los que vivimos dentro de la isla-cárcel.
Al final del día no hay nada que perder y sí algo que ganar: una voluntad común entre los cubanos de todo el mundo para romper el silencio y la fractura. Parece poco contra lo mucho que nos han quitado y que nos hemos dejado arrebatar, sin embargo, frente a un régimen como el cubano, ninguna victoria es pequeña.