LA HABANA, Cuba.- Ahora que nos muestran cuánto cuestan los servicios médicos para que no olvidemos —o nos creamos— cuán caro sale lo gratuito, uno se pregunta si también le enseñan una factura simbólica a quienes son atendidos por “los maravillosos seres que habitan en el Centro de Investigaciones Médico-Quirúrgicas (CIMEQ)”, como dijo la fallecida cantante oficialista Sara González luego de ser atendida allí?
Ahora que nos enseñan cuánto supuestamente nos regalan, para que nos enteremos bien de que en otros países no hay una Providencia tan devota de las necesidades de sus pobrecitos súbditos, debieran mostrarnos primero cuánto gana un obrero, un ingeniero o, precisamente, un médico, en esos otros sufridos países.
Cuando el Gobierno habla del robo de cerebros y de deportistas, debiera decir cuánto cuesta, por ejemplo, formar a un atleta en Cuba. O sea, debiera informar con exactitud cuánto dinero, en un año, se le paga a cada profesor y entrenador, cuánto cuesta el albergue y cuánto la alimentación. ¿Y qué cantidad de dinero real le cuesta al Estado la formación de un médico? ¿Cuánto equivale ese monto en dólares sin la tramposa comparación de lo que cuesta en Estados Unidos?
De cualquier manera, lo único obvio es que los gastos corren por el pueblo. Alguien dijo una vez que no existía tal cosa como un almuerzo gratuito, porque de todos modos alguien tendría que pagar la cuenta al final. En nuestro país no hay educación ni salud realmente gratuitas, en el sentido literal de la palabra, porque el pueblo paga de sobra esos servicios —y no hablemos de la calidad y otros agravantes— con el dinero que el Estado deja de pagarle en salarios.
Y entonces viene, en el lenguaje embustero y torcido del castrismo, una perla de la neolengua: la solidaridad internacional con los países más necesitados. El mismo Estado que, con la mayor naturalidad del mundo, explota salvajemente a médicos y a otros profesionales, se llena la boca diciendo que el pueblo cubano es solidario.
No indaguemos siquiera cuándo los ciudadanos de este país, o sus supuestos representantes en el Parlamento, han sido consultados para las cuantiosas donaciones que, con propósitos meramente propagandísticos y políticos, ha hecho el Gobierno a lo largo de la revolución. Ni siquiera averigüemos si de veras los cubanos carentes de todo estarían dispuestos a donar lo que no tienen, en recursos y servicios, a otros países que los necesitan.
Preguntemos solo a dónde van a parar los pingües beneficios que le reportan al Gobierno esos extensos servicios, beneficios que se calculan mucho mayores que los que le produce incluso el turismo. O sea, ¿se nota de algún modo la entrada de esos recursos en la calidad de vida de nuestros ciudadanos, en el avance de la salud pública y la educación, o al menos en un mínimo crecimiento del producto interno bruto?
Esa solidaridad internacional, como el propio turismo, son solo algunos de los negocios más lucrativos de la élite en el poder, que los administra generosamente a su favor, guardándose, de manera muy fidelista y chavista, la mayoría de los ingresos en divisa y dejando para los de abajo algunas migajas en moneda nacional y un puño de hierro bien alimentado por si ponen mala cara.
Al final, esa solidaridad no es sino otra vuelta de tuerca de la rigurosa explotación que sufren los ciudadanos cubanos por parte de sus gobernantes. Lo mismo que cuando se pasa la caña varias veces por el molino para sacarle hasta la última gota de guarapo. La solidaridad real se ha convertido en un concepto tan vacío como el de patria o libertad.
Algo que debe ser ejercido por el gobierno en nombre del pueblo: la solidaridad internacionalista como joya de la corona de la burocracia socialista, nunca como atributo, deber o derecho de la sociedad civil verdadera, que no existe, ni de los individuos, que han sido reducidos a “pueblo”, cuya voz y cuyo voto los administra el poder.
Ni siquiera la solidaridad nacional puede ser organizada por los ciudadanos. Recuérdese qué ocurre cuando la sociedad en activo —no gubernamental ni permitida— intenta ayudar a las víctimas de un huracán o de cualquier otro desastre terrible, incluso si la ayuda estatal no existe o no está funcionando con suficiencia: esas personas pueden ir hasta presas, acusadas de colaborar con el enemigo.
Volviendo otra vez a la cacareada solidaridad internacionalista del pueblo cubano, recordemos aquella frase pomposa y falaz de Fidel Castro: “Ser internacionalistas es saldar nuestra propia deuda con la humanidad”. Como el castrismo nunca saldará la deuda que tiene con su propio pueblo, para los jóvenes el internacionalismo es irse a buscar otro país en donde vivir, siguiendo la máxima de que “un mundo mejor es posible”, pero en otra parte.