LA HABANA, Cuba. – Hace apenas unos días, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprobó el inicio de un proceso de impeachment contra el presidente Donald Trump. Se trata de la institución que, en los países de nuestro entorno cultural, ha sido traducida con una frase que considero no tan exacta ni apropiada: juicio político.
La superley del gran país del Norte, en la Sección 4 de su Artículo II, contempla la posibilidad de proceder por esa vía contra el Presidente y otros funcionarios civiles. Con esto, esa carta magna hizo un aporte notable al desarrollo del derecho constitucional. Hubo repúblicas modernas anteriores, pero que trataban a sus jefes de estado como virtuales reyes electivos: ellos eran inviolables, vitalicios e inamovibles.
La Constitución federal de 1787 —por el contrario— no sólo limitó a cuatro años el período de mandato del primer mandatario. También estableció la posibilidad de someterlo a proceso mediante el impeachment, con vistas a removerlo de su alto cargo. El Jefe del Estado federal quedaba sometido a la Ley; no por encima de ella.
Pese a la existencia de esa vía, el precepto arriba mencionado ha sido empleado con gran moderación. Sólo tres presidentes lo han sufrido. El primero de ellos, Andrew Johnson, que tuvo la ingrata tarea de suceder en el cargo a un gigante como Abraham Lincoln y encabezar el difícil período de la Reconstrucción, al término de la Guerra de Secesión.
Después le correspondió el turno a Bill Clinton, en un proceso derivado de un “asunto de faldas”. Esta frase, en definitiva, es sólo un delicado eufemismo para caracterizar lo que con más propiedad (y ya que hablamos de confecciones textiles) correspondería denominar como un “asunto de portañuelas”. El tercero en turno ha sido el señor Donald Trump.
Los argumentos esgrimidos por los legisladores demócratas que se oponen al actual inquilino republicano de la Casa Blanca se derivan de las gestiones realizadas personalmente por éste y por otros altos funcionarios ejecutivos ante el Presidente y otros dirigentes de Ucrania. Esas diligencias supuestamente habrían estado dirigidas a condicionar la ayuda militar que el presupuesto federal asignó al citado país europeo.
Ese apoyo económico perseguía el propósito de permitir al gobierno de Kíev hacer frente a la subversión desatada por la Rusia de Vladímir Putin, superpotencia regional y gran adversaria estratégica de los Estados Unidos. Como se sabe, el primer país no sólo se anexó la Crimea, sino que, con sus soldados disfrazados de lugareños separatistas, ha promovido la secesión de las provincias de Donétsk y Lugánsk.
El supuesto condicionamiento del apoyo económico —vital para Ucrania, que es mucho más débil que el gigante eurasiático— supeditaba, según la versión acusadora, la entrega de éste a que las autoridades de Kíev investigaran supuestas irregularidades en las que incurrió un hijo de Joe Biden, quien se perfila como el principal oponente de Trump de cara a las elecciones generales de noviembre de 2020.
Altos funcionarios que conocieron directamente de las conversaciones americano-ucranianas (algunos de ellos nominados incluso por el propio ocupante actual de la Casa Blanca), han declarado que los hechos presuntamente tuvieron lugar del modo antes descrito.
De confirmarse esa versión, se trataría —a no dudarlo— de un error político de gran envergadura. En una democracia como Estados Unidos, es inadmisible que la prestación de una ayuda vital a un aliado extranjero quede supeditada al apoyo que éste brinde a un interés particular del Presidente (el suministro de argumentos contra un rival potencial en sus aspiraciones a ser reelecto).
En el caso mencionado, estaríamos ante una situación harto lamentable. Máxime si tomamos en cuenta la política de principios y firmeza adoptada por el actual equipo gobernante de Washington ante diversas tiranías que, por desgracia, continúan existiendo en este pícaro mundo.
Otra cosa es si esa conducta estaría comprendida o no en los casos excepcionales contemplados en la mencionada Sección 4 del Artículo II. Téngase presente que allí se habla de “traición” y “soborno” (que no es el caso), así como de “otros crímenes y delitos graves” (“high Crimes and Misdemeanors” en el original). ¿Podría considerarse ese actuar de Trump como constitutivo de un “crimen o delito grave”?
En cualquier caso, cabe esperar cualquier desenlace, menos que la decisión del affaire se base en la estricta aplicación de la letra y el espíritu de la norma constitucional. Todo hace esperar que las cosas continúen desarrollándose como hasta ahora: los demócratas atacando a su rival Trump y los republicanos defendiéndolo.
Si las cosas siguen de ese modo, es de presumir que el Senado rechace la acusación formulada por la cámara baja. Y no porque en aquel órgano no se alcance la mayoría cualificada de dos tercios que exige la Ley para la aprobación del impeachment, sino porque los senadores que voten en contra serán más que quienes lo hagan a favor.
Pero, en el ínterin, los avatares del proceso impugnador serán noticia de primera línea durante meses en periódicos y noticiarios, y esto será un factor sumamente adverso para la campaña presidencial republicana. Esto a menos que el propio Presidente, tomando en cuenta el perjuicio que su candidatura podría ocasionarle a su partido, decline presentarse a la reelección. Existe el precedente del demócrata Lyndon Johnson, quien tomó esa decisión en 1968. Pero parece harto improbable que Donald Trump actúe de ese modo de cara al 2020.
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