HARVARD, Estados Unidos.- Más allá de los anhelos de que la dictadura cubana se convierta en historia, la realidad conduce, por el momento y nadie sabe hasta cuándo, a otros derroteros.
Esto no quiere decir que el modelo que se inventaron Fidel Castro y sus adláteres sea eterno ni mucho menos, sino que las soluciones no están al doblar de la esquina y muy probablemente disten de las perspectivas forjadas con una dosis de apasionamiento muchísimo mayor que la de un coraje y patriotismo auténticos.
En política, es saludable pensar con los pies sobre la tierra.
La pedrada mortal de David en la frente de Goliat puede resultar una buena inspiración para quienes se enfrentan a adversarios mucho más poderosos, al igual que el ejemplo de Martin Luther King en su lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos de la década del 60 del siglo XX.
Pero el totalitarismo cubano con sus casi seis décadas de existencia ha demostrado una perseverante voluntad en usar la fuerza, en todas sus variantes, contra un liderazgo opositor que carece no solo de efectivos apoyos internacionales. También sus partidarios al interior del país no son lo suficientemente numerosos, ni pueden llegar a serlo debido a la vasta red de controles sociales y policíacos.
Proporcionalmente, muy pocos cubanos consiguen despojarse de sus miedos a caer en desgracia por cualquier desliz que contravenga las disposiciones de la gerontocracia.
La desproporción numérica, entre los que defienden, bien de corazón o por oportunismo el status quo y los que se atreven a sostener un nivel de beligerancia pese a los riesgos, determina el continuo aplazamiento de las esperanzas en salir de los laberintos construidos sin faroles ni ventanas, con cientos de socavones y un sinfín de carteles decretando la inmortalidad del socialismo y el Partido único.
Ni la insurgencia armada, ni la presión popular mediante sendas protestas en las calles, pueden barajarse como métodos de redención creíbles.
Ambas opciones, difícilmente podrían superar las fronteras de la teoría en un contexto como el cubano atendiendo a la suma de factores geopolíticos y condiciones internas poco propicias para escenarios de tal naturaleza.
En Venezuela quedó demostrado que en estos tiempos las manifestaciones multitudinarias en las vías públicas, que en este caso superaron los tres meses y donde hubo más de 100 civiles muertos, no constituyen un motivo para que la comunidad internacional intervenga a favor de las víctimas.
Por tanto, lo único que queda a la mano es la vía institucional, aunque resulte molesto aceptarlo.
Por supuesto que no es un camino de rosas. Hay que apelar a la paciencia y a la tenacidad, además de estar conscientes de que los éxitos, serían a largo plazo y parciales.
Una derrota total y rápida del sistema vigente es improbable.
La satrapía insular ha creado una extensa red de apoyos, tácitos o manifiestos en los cinco continentes, tanto de gobiernos como de grupos de solidaridad.
Por otro lado, los informes sobre la represión que se hacen con regularidad para enviarlos a múltiples destinos allende los mares, quedan a la luz de los hechos, como documentos de escasa trascendencia.
Salvo raras excepciones, el silencio y la tibieza a la hora de criticar, caracterizan las actitudes de la mayoría de los países y de los organismos adscritos al sistema de las Naciones Unidas.
Cada persona tiene el derecho a decir y a hacer lo que estime conveniente en relación a la lucha contra la dictadura que ha echado raíces en Cuba
Esa potestad no exime de equivocaciones, de insistir en apuestas que tienen tan pocas posibilidades de materializarse y que aumentan los peligros de no ser tomado en serio.