LA HABANA, Cuba.- Me consta que allá por los años cuarenta del siglo pasado no estaba la estatua del diablo en el Capitolio Nacional habanero, como dijo el escribidor oficialista Ciro Bianchi Ross en su crónica “El diablo en La Habana”, publicada el pasado año.
Y digo que me consta porque, de niña, recorría yo a diario ese imponente edificio donde trabajaba mi padre como secretario del representante Fernando Fernández, tío del célebre Senador Miguelito Suárez Fernández. A pesar de ser la sede del Poder Legislativo de la República, se convirtió por obra y gracia del destino en un palacio donde yo jugaba sin que nadie me lo impidiera y donde muchas veces me perdía por pasillos, jardines interiores, escaleras, bibliotecas, salones de reuniones…
Recuerdo sobre todo el Salón de los Pasos Perdidos, donde vi más de una vez el famoso diamante de 24 quilates, propiedad del último zar de Rusia y donde al correr contaba mis pisadas, mientras repercutían a lo largo del majestuoso salón.
Pero la estatua del diablo, que según Bianchi estuvo en algún lugar de ese recinto, por mucho esfuerzo que hago, no la recuerdo. Tendría que recordarla, puesto que se trata de un personaje muy importante para los niños de aquella época, sobre todo si se educaban en colegios católicos como yo.
La descripción del diablo que el escribidor oficialista insiste en destacar me llama mucho la atención: su nombre en hebreo es perseguidor o adversario y en griego, calumniador; fue además el jefe de los ángeles que por soberbia y envidia se rebeló contra Dios y se precipitó al infierno y también se le puede llamar el gran enemigo, el tentador, el malo, el príncipe de las tinieblas, el ángel caído.
La escultura del italiano Salvatore Buemi, la que, según Ciro, ha desaparecido en Cuba, y que se llamaba El Angel caído, estaba considerada como un símbolo de la discordia y de la controversia. Era, dice, propiedad de Orestes Ferrara, un coronel de la Guerra de Independencia.
En Cuba, que ya todo lo que se ha ocultado o prohibido se sabe, aún se ignora a dónde fue a parar la escultura de Buemi, que como tantas otras, han sido suprimidas por el alto mando del Gobierno cubano.
Si estuvo en varias instituciones públicas, ¿dónde terminó su peregrinar? ¿Acaso está escondida en Punto Cero, el gran reparto propiedad de la familia de Fidel Castro? ¿Sería acaso el propio dictador cubano quien la secuestró, él que tomaba siempre las decisiones más importantes?
La crónica del escribidor tiene mucha tela por donde cortar. Enumera las esculturas del diablo expuestas en distintos lugares del mundo: Bangkok, Oklahoma, Tokio, América Latina y otros.
El Diablo de Santa Cruz de Tenerife estaba dedicado al generalísimo Francisco Franco, dictador de España. ¿Acaso no pudo temer Fidel que el de Cuba pudiera representar el mismo propósito?
La última parte de su crónica, titulada El Poder Brutal, no deja de ser enigmática y digna de un profundo análisis. Incluso da la impresión de que el pícaro periodista la ha visto —puesto que la describe— y no puede decir dónde: “Entre esas esculturas al diablo, está la del Capitolio de La Habana. No es la más conocida. Pero erguida y desafiante, se afianza en su rebeldía. Más que un ángel caído, es un ángel rebelde”.