HARVARD, Estados Unidos.- Más claro ni el agua: el desmontaje de las directivas puestas en vigor por el expresidente Obama en su política de acercamiento crítico a La Habana, no guarda una estrecha relación con las promesas ofrecidas en el teatro Manuel Artime por parte del actual inquilino de la Casa Blanca, respecto a su determinación a aplicar el embargo, sino a rajatabla sí de una manera tal que provocara el colapso de las estructuras totalitarias como paso previo a la ansiada y necesaria democratización.
En aquel momento, todos los que profesaban y profesan una convicción absoluta en la pertinencia de la coerción como palanca de cambios políticos y económicos en Cuba, vieron en Donald Trump al líder que asumiría, como ninguno de sus predecesores, la responsabilidad de sellar las grietas y elevar la altura de los muros en derredor de la Isla.
Sin embargo, la realidad demuestra que hubo una desacertada interpretación o un exceso de confianza en torno a lo anunciado el 16 de junio, en los predios de la emblemática sala teatral de Miami, en torno al fin de las aproximaciones bilaterales que Obama cristalizó con su visita a la capital cubana y la firma de varios decretos presidenciales que estimulaban dinámicas contrarias al embargo.
Los cuestionamientos de los senadores cubanoamericanos Marco Rubio y Bob Menéndez, así como de los representantes Ileana Ros Lethinen y Mario Díaz Balart, a las medidas que definitivamente se aplicarán contra la dictadura, indican la imposibilidad de un recrudecimiento del asedio, más allá de lo que demanden las circunstancias, en este caso el balance entre las fuerzas del establishment que respaldan las políticas duras y las que se decantan por la promoción de un entendimiento gradual y supeditado a mínimas exigencias de carácter político y de respeto a los derechos humanos.
Algo así como la postura adoptada por la Unión Europea con la mayor de las Antillas, que ubica en un primer plano, la cooperación económica y relega al fondo de las prioridades los temas que tienen que ver con los arrestos arbitrarios, los actos de repudio, los juicios sin garantías procesales y las altas probabilidades de ir a la cárcel por cualquier desliz “contrarrevolucionario”.
A la luz de los acontecimientos, las tenazas de Trump son pura hojalata comparadas con aquel informe de la Comisión de Asistencia a una Cuba Libre, elaborado durante la presidencia de George W. Bush, que legitimaba el empleo de medidas punitivas de mayor rigor.
La severidad de aquellas disposiciones, obligan a ver las normativas aprobadas recientemente como un pálido reflejo de algo que nunca ha cumplido los estándares de un embargo y mucho menos del bloqueo que acostumbran a propalar todos los medios de comunicación controlados por el partido único.
En el plano interno, es obvio el aumento exponencial de la represión acompañada de la banda sonora del nacionalismo, ahora con estribillos anti-Trump y la demonización extrema de las ordenanzas promulgadas.
No es necesario exprimirse demasiado las neuronas para intuir un repunte en la expoliación de los trabajadores por cuenta propia por medio de un alza en los impuestos y el aumento de los precios en las tiendas recaudadoras de divisas como paliativos a la posible merma en las arcas del Estado.
Pese a la inminente extensión de las agonías, no hay garantías de rebeliones populares que provoquen la rendición de la cúpula castrense.
Analistas de renombre estiman que de cada 10 cubanos, entre 3 y 4 sirven como policías encubiertos o informantes.
Sus apreciaciones describen una verdad incontrastable.
Por eso el miedo a decir lo que se piensa y a emprender acciones a favor de la libertad es un padecimiento crónico y muy pocos quieren curarse. Se han acomodado en los nichos de la pobreza y la doble moral.
Así sobreviven a la espera de un milagro.