VILLA CLARA.- Seis días atrás fue 28 de septiembre. La desolación y la apatía nacional estuvieron presentes en nuestras cuadras y ciudades. ¿Inusualmente?
Un vacío acaso recurrente se ha formado en el centro de la algazara triunfalista. Hace años que viene caminando el descontento de la sala a la cocina, pero ayer fue el colofón. El no utópico derrumbe de la Atalaya Comunista tuvo lugar con fuerza arrolladora.
Y en vísperas de esta fecha soslayada –antaño obligatoria por jurisdicción del sultanato caribeño–, pocos Comités de Defensa de la Revolución del país siquiera recogieron dineros para la tradicional “caldosa” que presidía aquellas fatuas celebraciones reducidas a comelata con chiringuitos. Ya la gente no está para esos sancochos. Algunos tienen hoy tan elitarios intereses –y dinero– que esas manifestaciones bajitas del socialismo solidario y participativo han pasado a ocuparles enésimo plano. Rumbo a la extinción.
Hablando de priorizados saltimbanquis, observamos que en algunos puntos álgidos de la capital (de seguro que sitios al que invitarían a tracatanes totalitarios con yumas izquierdosos y demás ardorosos de paso) otorgaron en las respectivas #Zonas cuota esmirriada de comestibles y bebestibles para la ocasión: Una cabeza de cerdo, un cake, tres botellas de ron y unas viandas. Tremenda mezcla para ignición del cohete.
Momento figurativo en el que, para no perder los pequeños privilegios que les garantiza el simple estar, los que posan de inquebrantables “compañeros” (quienes también recogen –y abonan–la bolita del barrio y demás porfías de acera) se miraran con mutua desconfianza. Pero eso sí: dando ¡Vivas! perentorias a lo invivible. Eclosión de hipocresía, diría Platón con pantagruélicos mensajes desde la sobremesa.
En 1960, el líder máximo, entonces adorado por multitudes aturdidas e incapaces de discernir con claridad lo que les sobrevendría, anunció lo útil de crear un sistema de espionaje extremo en cada cuadra cubana que le permitiera a los aparatos infaltables del control ciudadano –traducido: él–, descansar de las tareas menores inherentes a la delación y dejarle cual mínimo resquicio del podercillo a azarosos cederistas; pero eso sí, en manos de “revolucionarios” sin una tacha ni una mancha. Sino muchas, como demostró el tiempo.
Nunca antes en la historia de Cuba, un líder populista había manejado a su antojo una masa ahíta de los crímenes de anteriores dictaduras, pero como consecuencia de esa extorsión maravillosa, devenimos pueblo enfermo de fervor patriotero y de combatiente gazmoñería.
Cuando uno se siente “revolucionario”, lo que significa “cambiar lo que deba ser cambiado” (para emplear los mismos estamentos incumplidos por el enunciante) descubre que clasifica justo dentro de lo contrario. Y llega a ser blanco de repudiables actos.
O sea que se han cosechado suficientes odios para ser expedientado, vejado, encarcelado por ese monstruo autoritario que todos –de cierta manera– ayudamos a forjar. Hasta llegar a clasificar como extranjero en tierra propia y, tarde o temprano, expulsado de ella. Igualito a Galilea.
Si para colmo de males, el expoliado se ha atrevido a no acallarlo por más tiempo y lo vocifera en cualquier medio a su alcance, entonces confirma las sospechas que le atormentaban: la entidad precursora del terror (individual o colectivo) aquí, no ha sido difamada como arguyen sus sostenedores: Ha sido desenfundada. Y puesta en sana hervidura. Como la caldosa en cocción cederistoide que, a su tiempo de mangles y carbones, depuró paladares.
En esa cosa medio-seria medio-triste que ha sucedido a los otrora famosos (y temidos) ce-de-erres y que promueve la observancia ajena, se han ido autofagiando en la desidia solos, desmoronando ante nuestros ojos por falta de sustrato existencial. Ya a nadie le importa los trasiegos del que lleva el registro de direcciones (siempre desactualizado y mucho menos consultado por los jeques inmigratorios) o de la ideológica del partido que da recitales par de veces al año para seguir viviendo del entape. O el presidente vengativo que otorga “vistos malos” (o salvoconductos) a sus súbditos para que (no) puedan acceder al codiciado trabajito. El frente de cotización que antaño lozaneaba, cuesta un congo en liquidarse, porque los miembros fláccidos del gremio revolucionario se resisten a soltar la escasa plata cuando vienen con la pituita del día de haber, el cumpleaños del magnánimo, la corona para el héroe, el nuevo aniversario del supuesto éxito. Como este, que suma ya 56.
Antropólogos, astrólogos y cosmólogos –reunidos– podrían amasar una explicación creíble para estas depauperaciones ideológicas en curso de ensancharse. O los politólogos sabihondos/desempleados, suplir con verborrea lo que es más que contundente: Los CDR apenas existen, son pura formalidad que reparte a los nenes la anti polio anual, sirven de fachada para agazaparse detrás de ella, y desperezan a los de la defensa civil (militares de eterno verdor) cuando acecha un huracán o se desata reyerta e incendio en el vecindario. Y punto.
Porque en verdad, al estado asistémico que enseñorea la nueva Cuba Transtodo, le es antiflojitínico y le resbala lo que acontezca en el interior del no-país, siempre que lo que suceda no ponga en riesgo la inmovilidad irrestricta/perpetua del poder absoluto. Ese lobezno hace mucho se descaperuzó, queridos cederosos, sin siquiera despertar a la abuelita.
Ni resucitando al Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC con el bulto de Sara González al frente del himno pegajoso y festivo (gran ausente hoy en todos los medios públicos/radiales/televisivos) habrían podido salvar lo que se ha muerto. Por latrocinio grosero de la lucidez, el raciocinio/entusiasmo extraviados, más la pérdida paulatina de aquella vieja imantación.
Fallecido, al fin, de puro desgastarse. Como todo en esta vida.
EPD.