LA HABANA, Cuba.- Opinar sinceramente no fue sano oficio en la Cuba de después de 1958. Tampoco es muy recomendable hacer conclusiones propias, aun cuando cada semana Reinaldo Taladrid invite, con insistencia, a que lo hagamos. En Cuba nos acostumbramos a dar el visto bueno a las “grandes” decisiones chillando un “sí” concluyente en cualquier plaza del país, como si fuéramos una masa homogénea…; y para confundirnos, para que lo creamos, hay un aparato enorme de propaganda llegada incluso “de afuera”.
Y ese aparato no está creado para atender individualidades. ¿Por qué hacerlo si cada uno de esos seres que sumamos millones tiene criterios “idénticos”? La propaganda se encarga de hacernos creer ese delirio, de asegurar que somos un monolito, que somos todos para uno, sin mencionar que cuanto sucede es por falta de espacios para la disensión. Dentro de ese enorme aparato de propaganda está la televisión, y dentro de ella, el programa televisivo “Pasaje a lo desconocido” que conduce el “periodista”, creo que formado en leyes, Reinaldo Taladrid.
Hace solo un rato miré, en retransmisión, el mismo programa que se vio hace unos días, y que nos propuso como siempre un documental de alguna cadena de televisión extranjera. Advierto que lo “cogí empezado” y que no vi sus comentarios y tampoco quién lo produjo y dirigió, pero descubrí, sin tener que usar muchas neuronas, que en el centro de la propuesta estaba la denostación de Google, y por eso me quedé frente a la pantalla de mi viejo televisor.
El relato fílmico hacía énfasis en la biografía de dos jóvenes estudiantes norteamericanos formados en la universidad de Stanford. Larry Page y Sergey Brind se empeñaron hace unos años en crear un sofisticado sistema de búsqueda en internet, y lo lograron, y trabajando duro hicieron que ciudadanos de casi todo el mundo tuvieran, tras un simple clic, un sitio que propiciara rápidas y precisas búsquedas de entre toda la enorme cantidad de información existente en la web, y que ellos organizaron muy bien.
No tengo intención de hablar sobre la pésima conectividad en Cuba ni tampoco de los sitios prohibidos para algunos de los que intentan “navegar”. Lo que llamó mi atención fue la manera en que el discurso analiza esas supuestas verdades de internet que, aun siendo tan ajenas a nosotros, nos quieren hacer ver para justificar esa ausencia en nuestras casas. Y escuché bien claro el argumento de que esa empresa contrata adictos al trabajo, y que en caso de que no lo fueran se encargaban de convertirlos.
Estos hombres, así se dice, pasan horas frente a una computadora, buscando soluciones…, trabajando tanto que el trabajo se convierte en su identidad, que te quita la propia y no te deja decidir, que hace creer que no hay vida fuera de Google. Es curioso que un país donde la individualidad no existe haga escuchar a sus ciudadanos tales sandeces. Habría que revisar la prensa cubana para darnos cuenta que aquí si se pierden esas identidades cuando se ponen en función de la “revolución”.
¿Quién no ha leído por acá que el médico fulano, el ingeniero zutano, el soldado tal, o la enfermera más cual, hicieron grandes proezas internacionalistas? Y lo peor es que quienes se dedican a tales apologías no mencionan el hecho de que, los referidos, olvidaron casa y familia para que el Gobierno hiciera gala de su solidaridad y se llenara el bolsillo con esfuerzo ajeno. Esos “internacionalistas” tomaron el avión que los llevó a lejanas geografías por la sencilla razón de que el bolsillo resulta vasto, y triste, cuando está vacío.
Es curioso que en la televisión cubana se mire un documental que asegura que Google tiene sus propios restaurantes para sus obreros, en los que se sirve “comida sana” a pocos metros del puesto de trabajo, para que no se pierda tiempo procurando la comida, para que no llegue el sopor que viene cuando está llena la barriga. Imaginen a una médica y madre cubana en medio de una selva brasileña comiendo tan lejos de su casa para ganar una moneda que no tendría si trabajara en Cuba.
¿Cuál será entonces la identidad de esa médica? Para el hijo será “la mamá que no lo recibe al regreso de la escuela”, pero también “la que viene con las maletas llenas de cosas que acá no puede comprar con su salario”; para el discurso oficial esa mujer es “la internacionalista que piensa más en el deber que en ella misma”, mientras que para el marido es “el cuerpo que posee cada dos años”.
Cualquiera que mire el documental lo ajustará a su realidad. El trabajador cubano que perdió su almuerzo en el trabajo, casi todos, hará contraste con las distancias que recorre para conseguir el más barato. Y es que ahora ese trabajador recibe 12 CUC para que pague un almuerzo que ya no tendrá cerca, pero es muy difícil encontrar algo de comer con cincuenta centavos de CUC, si es que el mes tiene, solo, 24 días laborables.
Parece que los censores no miraron el documental, y si lo vieron no pensaron en esos científicos del Centro de Ingeniería genética y biotecnología, en el de Inmunología molecular o el de Neurocienciencias, donde hay almuerzos que son mejores que en cualquier otro “centro de trabajo”. ¿Y por qué lo tienen? Pues para que no pierdan tiempo en procurarse lo imposible.
Estos científicos tienen cerca el plato de comida para que vuelvan pronto a la investigación y no pierdan tiempo, porque sus aciertos son útiles a la hora de llenar las arcas del Estado, aunque no los bolsillos de quienes siguen las pistas de la ciencia. Y por Taladrid no se preocupe, que él debió sacar sus “propias conclusiones”, y hasta aprendió a almorzar en La Habana y en Miami.