LA HABANA, Cuba. — Este jueves 11 se cumplieron 150 años de la heroica muerte en combate del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz. La efeméride ha sido destacada en la prensa independiente cubana; por ejemplo, este mismo diario CubaNet publicó una emotiva crónica sobre el tema. Más sorprendente es que la fecha también haya sido destacada por los órganos de agitación y propaganda del castrismo, pero sobre eso me extenderé más adelante.
El eximio patriota camagüeyano es acreedor de amplio reconocimiento, y no sólo por sus méritos militares (que son muchos y muy destacados), sino también por su labor política, pues, aun en las condiciones de la lucha armada contra el régimen colonial, se destacó por el respeto a los derechos humanos y al orden jurídico, como demostró al redactar la Constitución de Guáimaro, la primera cubana que tuvo vigencia en nuestra Patria.
El patricio era conocido por los sobrenombres de El Bayardo (alusión a un prominente noble de la Francia medioeval, quien se caracterizaba por su estricto apego a las normas caballerescas) y El Mayor (intencionada apócope de su grado militar, que sus subordinados difundieron para resaltar la excepcionalidad de su jefe). No por gusto goza Agramonte de la admiración y el profundo respeto del pueblo cubano.
En puridad, no puede decirse lo mismo de los comunistas. Como muestra de ello puedo citar una anécdota de mi debut como delegado a la Asamblea General de la ONBC (Organización Nacional de Bufetes Colectivos). Por Ley, se supone que sea una entidad autónoma, dirigida por el cuerpo mencionado, que está compuesto por representantes escogidos por los abogados miembros. En 1990 había sido yo uno de los dos electos por mis compañeros del Bufete Especializado en Recursos de Casación.
La actividad de ese cuerpo, constituido en su mayoría por directores de unidades, miembros del único partido y otros burócratas (cuya elección es propiciada por el sistema de votación a mano alzada), se caracteriza por el mangoneo autoritario que suelen ejercer los jefes. Pero tuve la oportunidad de introducir una nota discordante en ello, mediante una propuesta para que la ONBC financiara la erección de un monumento a Agramonte en La Habana.
Aclaro que el proyecto era perfectamente viable en el plano económico: las arcas de la ONBC guardaban millones de pesos. Gran parte de ese tesoro se gastó en comprar casas (para instalar nuevas unidades, sí, pero también para dotar de lujosas residencias a los altos jefes). Se cumplió con lo que entonces era una práctica habitual: hacer una cuantiosa donación a las MTT (Milicias de Tropas Territoriales).
Mas los dirigentes no estaban de acuerdo en gastar ni siquiera una pequeña parte del dinero en rendir ese homenaje a Agramonte. En la Mesa Presidencial, junto al Presidente de la ONBC, ocupaban sus puestos habituales el Ministro de Justicia, el Presidente del Tribunal Supremo, el Fiscal General, el Jefe del Departamento de Órganos Estatales y Judiciales perteneciente al Comité Central del único partido). Desde allí se levantaron las voces opuestas a mi proposición.
Recuerdo que esgrimieron pretextos diversos: uno mencionó que el edificio de la Facultad de Derecho de la universidad capitalina lleva el nombre del patriota (¡como si eso fuera suficiente!). No bastó un hecho evidente, que me ocupé de resaltar: entre los grandes luchadores por nuestra independencia, el más destacado que no cuenta con un monumento en nuestra capital, es justamente Agramonte.
El debate fue intenso, y terminó con una votación en la que, como cabía esperar en un órgano dominado por burócratas y comunistas, ganó el “No”. Pero el número de los que apoyaron mi propuesta (casi todos abogados de filas) casi igualó el de la patronal. Ese fue mi motivo de satisfacción: durante la breve actuación que tuve en la Asamblea General de la ONBC (que terminó en 1992 con el “acto de repudio” que me orquestaron) fue la única votación dividida.
Esa tirria de los comunistas hacia Agramonte está —creo— más que justificada. Ahí están, para demostrarlo, las memorables palabras del entonces joven estudiante de Derecho contra la excesiva centralización administrativa, las cuales pronunció ante sus profesores y compañeros, un jueves o sábado de fecha ignorada, durante un seminario (y no en su “tesis de grado”, como algunos afirman erróneamente):
“De allí al comunismo no hay más que un paso; se comienza por declarar impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción destruyendo su libertad, sujetando a reglamento sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones todas”.
Entones no debe extrañarnos que, a lo largo de los 64 años de su letal dominio, los castristas hayan ninguneado al ilustre Bayardo camagüeyano; que lo hayan ignorado. O que los burócratas comunistas de la ONBC hayan torpedeado el proyecto de los agramontistas cubanos, respaldados por la gran mayoría de los abogados de filas, de erigirle un monumento digno de su gloria en la capital de la república que él ayudó tan destacadamente a fundar.
Por ende, si Cubadebate, Granma, Juventud Rebelde o el Noticiero Nacional de Televisión exaltan su figura con motivo de la luctuosa efeméride, no es porque ahora hayan empezado a simpatizar con el eximio cubano que en su momento les cantó las verdades, descaracterizando su doctrina atea, extranjeriza y equivocada. Es sólo porque, en medio de su naufragio ideológico, echan mano de cualquier medio para presentar “al mal tiempo buena cara”.
Salvando las distancias, han actuado así por las mismas razones que los llevan a brindar en sus noticiarios una información, a menudo inexacta y tardía, sobre las gestiones, fructíferas o no, que realizan sus burócratas para paliar algunas de las tantas carencias que sufre el pueblo. O a afirmar que la explosión de descontento popular de hace de la semana pasada en Caimanera se debió a la actividad de tres borrachos.
Entonces, debemos ufanarnos de ese hecho notable: que los castristas, pese a la justificada animadversión que sienten por el gran patriota Ignacio Agramonte, se hayan sentido obligados a recordar el sesquicentenario de su gloriosa caída en combate.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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