LA HABANA, Cuba.- Se disparan alarmas educativas. Suenan tiros de control estatal. Los amanuenses del poder escriben, parlotean, regañan desde cualquier borroso papel, plaza o reunión. Los cancerberos ideológicos y sus tracatanes políticos lanzan mensajes a la nación. Pero el hombre nuevo del Neandertal cubano, sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso.
Y no es para menos. Luego de varias décadas demonizando palabras o expresiones como “permiso”, “señor”, “buenos días”, “por favor”, consideradas aburguesadas o fuera de moda en nuevos tiempos de igualdad cultural y social, los patanes y trucutús se multiplican y crecen robustos como el marabú, sin que haya nada que los pueda detener.
Plazas sitiadas por el rumbón
En numerosos artículos y reportajes publicados en diversos frentes de las trincheras políticas abiertas en la batalla ideológica que libra la revolución, sólo muere el papel, atravesado por consignas patrioteras, lamentos nacionalistas, gemidos de identidad y toda esa monserga de palabrería y patrañas que pasado un minuto nadie puede recordar.
La cuestión es que la disciplina social es un caos. Una bomba de tiempo que les explotará bajo las narices al poder. Quien siembra lluvias, recogerá tempestades, como señala el refranero popular. Y el supuesto desenfado educativo impuesto como signo de virilidad en el comportamiento nacional, naufraga en el mar rojo de la mediocridad.
Según señalara la doctora Graciela Pogolotti en un artículo, “le perturba andar por nuestras calles. Empleados indiscriminadamente, los equipos de audio suman y muchas veces multiplican una sonoridad avasallante, muchas veces indeseable. Agrede e interfiere la comunicación humana”. Diga usted qué pensarán los que andan a pie.
Pero no es sólo equipo de audio a toda voz, sino también las llamadas a grito pela’o en medio de una cola, un concierto, la calle o un velorio. El despelote grupal donde mezclan su arsenal de ofertas, pregones, palabrotas y vaya usted a saber: buquenques, borrachos, proxenetas, estudiantes, obreros… y no dude si un monaguillo en comunión.
La Habana es un campo de batalla verbal. Una cueva donde en cualquier esquina esgrime su macana el cromañón, orina o defeca en una escalera, detrás de una columna por donde transita la población, pone en práctica su primitivismo sexual en la vía pública, escandaliza, duerme la mona, carterea, tima, ensordece y nada suele pasar.
Felicidad cortada o malaleche. De película
Rápidos y furiosos, como en las escenas rodadas en La Habana de una película que los puso a soñar, los cubanos se alejan del sermón revolucionario, arrollan a ritmo de conga las normas de convivencia social, y se sumergen en un rumbón enajenante detrás de un dólar, una visa, un negocio, un músico, una estrella de cine, un tabaquero de Tampa, un sacudidor de alfombras de Teherán, como sátiros, bufos o carneros detrás de lo banal.
El maltrato, la histeria, la burla, son para sus congéneres del interior. No existe un sector de los servicios, la educación, la salud o la cultura del cual la población no se suela quejar. Lo mismo para comprar una croqueta, solicitar las notas o un diploma, extraerse una muela, que ir a un espectáculo teatral, debe tener billetes o amigos si quiere resolver sin que medie el peloteo, la mala cara y la demora en recibir una adecuada atención.
En una ¿carnicería? de Centro Habana, el vendedor agredió a cajas destempladas a un anciano que le reclamó una novena de pollo de la semana anterior. Un bodeguero se lio a puñetazos con un cliente a quien supuestamente le había robado tres libras de arroz. En un P-8 se formó una pelotera de chupa y déjame el cabo de padre y señor mío porque alguien le pidió al chofer que bajara el estridente reguetón que hacía una bulla infernal.
Asimismo, y en cualquier parte donde se aglomere o busque asistencia la población el ambiente se torna tenso por la “felicidad cortada o la mala leche”, cómo tituló su artículo publicado en Tribuna de La Habana, una periodista que hablaba de la pérdida de valores en la sociedad, el estado agresivo de la población y la indisciplina social.
Una taxista expresó para CubaNet que, al conducir un paciente al hospital Pando Ferrer (Liga contra la ceguera, en Mariano), y ver que la doctora entraba y salía de otras consultas que no era la suya, o conversaba en los pasillos, la llamó, y esta, en forma descompuesta le preguntó qué necesitaba de ella, a lo que le respondió: “seguro que no es teñirme el pelo, o arreglarme las uñas de los pies: es para que atienda el ojo a este señor”.
De ahí a la discusión fue un paso, pues la doctora decía que había sido vanguardia en el exterior, su evaluación profesional eficiente, su militancia en el partido, ni hablar, los cargos en… y el bla, bla, bla habitual que, a ritmo de gesticulaciones, palabras groseras, más parecía desarrollarse en el lavadero de un solar y no en el pasillo de un hospital.
Y por ahí anda el comportamiento, los buenos modales y la disciplina social: en peligro de extinción. Todos viran la cabeza ante la vista de una cromañona o un cromañón. La cuestión es pasar debajo de una roca el vendaval. Disfrutar que las ruinas de La Habana fueron declaradas ciudad maravilla, y ensordecer con un grito a quien se pase de fino.
¿Histeria colectiva? ¿Mala leche? ¿Falta de educación formal? ¿Corrupción? ¿Amiguismo? ¿Desinterés? Quién sabe. El hecho es que la población cubana se mueve hacia el interior como una manada de búfalos espantados dentro de un corral. No así hacia el exterior. Ni con quien puede pagar. Todavía, el Neandertal cubano sigue ahí.