Opinión

El problema de la Revolución son l@s calder@s

Los calderos vacíos y las calderas rotas nos ponen al borde de un precipicio, nos llevan al límite en el que ya no hay posibilidad de regreso y todo se parece al fin de la vida

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LA HABANA, Cuba. – Podría suceder que el lector piense, si prestara alguna atención al título, que me adentraré en asuntos de género entre calderas y calderos, y hasta que iré un poquito más allá de los tradicionales géneros binarios, pero les advierto que la cosa no va por ahí. No me detendré en el género (gramatical) de los enseres domésticos. Lo que me importa son los cacharros que tienen más protagonismo en la vida cubana, esos que resultan imprescindibles en nuestra vida doméstica. Y es que las calderas y los calderos, porque los hay hembras y los hay machos, son hoy nuestro “centro imantado”, como quizá diría Lezama si aún viviera.

Los calderos y las calderas siempre tuvieron un gran protagonismo en la vida cubana, y es que a los cubanos nos encanta comer, y comer bien, aunque hace más de 60 años que no lo conseguimos. Tanta es la importancia de esos enseres que hasta he creído que una de las frases más comunes en las últimas seis décadas es esa que asegura: “Fulano está fuera de caldero”, sobre todo si ese fulano exhibe una flaquencia extrema, incluso una discreta delgadez. Tan obsesiva es nuestra relación con la comida que hemos llegado al absurdo de dedicar admiraciones a ciertas obesidades creyendo, incluso, que hay gorduras saludables, y hasta que podrían ser sinónimos de hermosura.

Ya en la historia antiquísima se encontró lindura en la “Venus de Willendorf”, esa Venus rolliza que prueba cual era el patrón de belleza hace milenios. En Cuba, durante mucho tiempo, la salud se asociaba con el sobrepeso. “Que niño más hermoso”, se decía al mirar a un bebé rozagante, a un bebé gordo y macizo. El sobrepeso fue también, y todavía es, un signo de bonanza económica. Aún persisten, al menos un poco, esos criterios; y se supone que detrás de cualquier obesidad hay mucho dinero invertido. La obesidad, al menos para algunos, es el equivalente a la posesión de un “Rolls-Royce Boat Tyle”.

El individuo obeso puede ser admirado en silencio, y hasta reverenciado. Y es que acá pensamos mucho en la mesa y en sus bondades, esas bondades que resultan lejanas para la mayoría de los cubanos. Los obesos, en un país hambreado como el nuestro, despiertan admiraciones, curiosidades y hasta envidias. En Cuba, un individuo con unas libras de más podría exhibir algunos signos de vanidad, lo que sin dudas no es descabellado, porque los cubanos vivimos entre la obesidad y la caquexia, escaseando el término medio. Y lo más curioso es que la delgadez y la gordura podrían ser vistas también como signos de una u otra filiación política, de ciertos desempeños en el poder o en su contrario.

La obesidad es más común en la Asamblea Nacional, en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Aunque muchas veces se trate de esconder, las blancas guayaberas de hilo no sirven para disimular las enormes panzas. La delgadez, incluso la caquexia, se hacen más visibles en los individuos “de a pie”, esos que muchas veces caminan todo el trayecto hasta sus trabajos porque no tienen dinero para subir a un almendrón, y muchas veces ni siquiera un peso para montarse en una guagua, y se ven obligados a caminar largas distancias para llegar a sus destinos.

Los individuos de impoluto hilo blanco viajan en autos que ellos no conducen. A esos ni se les ve la cara cuando viajan; los cristales oscuros no permiten entrever la identidad del que va sentado al lado del chofer. Los individuos de impoluto hilo blanco viajan sentados en medio de una nube de aire refrigerado y por eso no reconocen el sudor, no lo recuerdan, y tampoco el solar, ni la bodega, ni el sudor. Los individuos que cubren su cuerpo con el liviano y sutil hilo blanco nada saben de calderos y calderas.

Los calderos de quienes cubren su cuerpo con lino blanco, con lino puro, no se ensucian mucho; esos calderos no guardan la mugre que aporta el fuego churroso que calienta mientras cocina. Las ollas de esa gente podrían ser holandesas y de hierro fundido, jamás villaclareñas de la INPUD. En esas cocinas la cocción se hace en calderos new age de hierro fundido o en calderos Imusa. En el “menaje de cocina” de esa gentuza no existe la leña ni el queroseno, no existe el “no hay”, y mucho menos el hambre.

Ellos deben preferir, de entre todas las opciones para hacer la coacción, quise decir la cocción, los más caros calderos, esos que no sé yo cuales son, y aunque estuve buscando en internet no di con algo que concordara con sus pretensiones. Quienes viajan en autos climatizados para llegar a oficinas climatizadas no conocen la cocina de leña, esa que consigue la cocción muy lentamente y llena de mugre los calderos. Ellos ni siquiera cocinan lo que comen. Ellos no tienen problemas con los calderos.

Ellos, los jefes, no están hambreados, o como decimos nosotros: “fuera de caldero”. Ellos no tienen problemas con los calderos y tampoco con las calderas, esas que se han puesto de moda en el discurso nacional, esas que generan electricidad o nos dejan a oscuras. Esas que se inventaron para traernos claridad y paz aunque solo nos legaran desasosiego. Ellos, aunque de seguro tienen serios problemas con el espíritu de la luz, aunque no crean en el “sagrado rito del culto a Mitra”, ese que conocí cuando era casi un niño, en una carroza tremendamente iluminada en las parrandas de mi pueblo natal, que representó esa sagrada ceremonia.

Ellos, los jefes, no tienen problemas con la luz, ellos no reconocen su ausencia y no la sufren, pero perdieron la luz de la razón, esa luz eterna de la razón y el corazón que se asocia con la verdad y el entendimiento. La otra luz, la más palpable, la que alumbra, la de la vida moderna, mundana dirían equivocadamente algunos, tiene hoy ciertas pendencias con calderas que enferman, que se rompen, que matan y nos dejan en las más oscuras tinieblas.

Los espantosos acosos de los calderos vacíos y las calderas rotas, nos ponen al borde de un precipicio, nos llevan al límite, a ese límite que no es otro que el último punto de una cosa, ese en el que ya no hay posibilidad de regreso y todo se parece al fin de la vida; y es que cuando falta la luz, cuando estamos en medio de tanta oscuridad, solo se nos ocurre pensar en el Apocalipsis, en la oscuridad eterna, esa que nos lleva a repensar las causas del fin, y aparecen con claridad sus propiciadores: Hitler, Mussolini, Mao, los Castro, y otros adláteres de menor importancia. Sin dudas el gran problema del mundo, y sobre todo de Cuba, tiene que ver con los calderos que alimentan y las calderas que alumbran. Lo demás, lo que podría llegar, es la represión y la muerte, pero sobre todo las tinieblas, la más cerrada oscuridad. ¿La muerte?

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Jorge Ángel Pérez

(Cuba) Nacido en 1963, es autor del libro de cuentos Lapsus calami (Premio David); la novela El paseante cándido, galardonada con el premio Cirilo Villaverde y el Grinzane Cavour de Italia; la novela Fumando espero, que dividió en polémico veredicto al jurado del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005, resultando la primera finalista; En una estrofa de agua, distinguido con el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2008; y En La Habana no son tan elegantes, ganadora del Premio Alejo Carpentier de Cuento 2009 y el Premio Anual de la Crítica Literaria. Ha sido jurado en importantes premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Casa de Las Américas

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