MIAMI, Estados Unidos. – El gobierno castrista ha practicado la violencia de Estado desde el mismo día de la toma del poder por la vía armada. Curiosamente, la idea básica del primer discurso de Fidel Castro tras su entrada a La Habana fue la de desarmar al pueblo. Luego llegó el terrorismo, enmascarado cínicamente con el giro “apoyo a los movimientos de liberación nacional”. En realidad se trató de la creación, fomento y diseminación de una red internacional de movimientos guerrilleros con el propósito explícito y expreso de derrocar gobiernos. Como detalle ―y necesariamente generalizando―, mientras el régimen cubano expandía su influencia por el mundo no faltó el apoyo decisivo y entusiasta de artistas, académicos e intelectuales de la Isla en plena consonancia y solidaridad con sus homólogos de la izquierda internacional. Hago mención de este detalle porque si algo ha sostenido a esa mafia revolucionaria, además de sus propias maniobras, ha sido la influencia de la izquierda dentro y fuera de Cuba.
Con el ocaso de la práctica terrorista de las guerras de guerrillas, la violencia de Estado quedó focalizada en lo doméstico. No quiere decir que se abandonara el camino de la subversión internacional ni que los ciudadanos cubanos comenzaran a ser víctimas de la violencia de Estado solo a partir del declive de la intervención armada en el exterior. Todo estuvo funcionando simultáneamente desde el día 1 de la constitución del Estado socialista revolucionario.
El ciudadano, el cubano de a pie, ha sido objeto de la violencia de Estado en todas las formas concebibles. Por ejemplo, bajo los estigmas de “gusano”, “lacayo del imperialismo”, “desafecto”, “apátrida”, “religioso”, “homosexual”, “contrarrevolucionario” y un largo etcétera. La violencia pura y dura, no solo su incitación, se ejerce desde el Estado en los trabajos, en los barrios, a nivel de cuadras, en las escuelas, hospitales, las calles, etc. No hay rincón alguno que pueda proteger al ciudadano de la violencia de Estado ―sistémica y sistemática― en Cuba, ni siquiera la Iglesia. Sin embargo, una vez más los académicos, artistas e intelectuales de la izquierda internacional, cuando no están dándose la lengua con el régimen, están mirando hacia otro lado.
Para ser justo, hoy la situación comienza a cambiar discretamente tanto dentro como fuera del país. Pero lo que no se entiende es que el sector que agrupa a intelectuales, artistas y académicos sea precisamente el más rezagado y tímido cuando se ha vendido a sí mismo históricamente ―y esto vale tanto a nivel nacional como internacional― a título de conciencia crítica de la sociedad.
El apoyo histórico de la izquierda internacional ha creado un velo, una burbuja a la manera de barrera de protección que mantiene a la vomitiva Revolución Cubana en un limbo cuasi celestial más allá del bien y del mal, dado unos supuestos logros sociales, un ¡humanismo! y una ejemplaridad arquetípica de no se sabe qué exactamente. Verdaderos logros nunca hubo, ni siquiera en el sector de la educación y la salud. Fracasos fueron y son muchísimos. Y aquí, de nuevo, nadie como los artistas, académicos e intelectuales de la izquierda internacional para alimentar el mito de la salud y la educación en la Cuba revolucionaria. Yo me pregunto: ¿qué saben de Cuba estas legiones de vividores de la letra y la palabra para llenar miles de páginas de pura paja con las que se procuran visibilidad, dinero y títulos académicos? Yo he estado dentro del ambiente académico por muchos años. Y me sorprende que sean tan pocos ―si es que los hay― los que se atrevan a decir públicamente que las instituciones académicas, particularmente las universidades, tanto en Cuba como en los Estados Unidos, son ―obviamente generalizando― una caricatura de lo que deberían ser. En ambos casos el clientelismo prima sobre el conocimiento. Hoy ya es común tener que lidiar con esos claustros repletos de activistas y de ideología izquierdosa, mientras se ofrecen maestrías y doctorados en temas y áreas que en modo alguno se pueden acreditar como materias académicas de no ser por la brutal colonización izquierdosa a que la educación ha sido sometida.
Bajo ese velo protector que tendió la izquierda internacional sobre la Revolución Cubana se han llevado a cabo todo tipo de excesos. Y hemos llegado al punto en que un régimen terrorista y totalitario ―el cual practica la violencia de Estado contra su propio pueblo― tiene la desfachatez de acusar al nacional, al ciudadano, de incitación a la violencia por tratar de ejercer sus derechos que, supuestamente, están recogidos en la Constitución. La realidad es que el ciudadano ―que ese Estado totalitario, bélico y policial pretende hacer pasar por una amenaza al marcarlo de “violento”― es un ser desnutrido, sin ropa ni zapatos, sin alimentos ni medicinas, sin vivienda, sin esperanza de vida, sin recursos, sin seguridad social, sin dinero, sin trabajo, sin derechos ni libertades y, más que nada, absolutamente desarmado e indefenso.
No existe la figura de incitación a la violencia contra el Estado proveniente de un individuo. Eso se llama libertad de expresión. De igual modo, no existe la presunción de culpabilidad, figura que la lógica retorcida del régimen pone en el lugar de la presunción de inocencia. Ningún cubano debe ni puede ser juzgado en base a semejantes malabarismos lingüísticos carentes de fundamentos jurídicos.
En cambio, el abuso de poder, el empleo excesivo de la fuerza, la intimidación pública, el uso y financiamiento de turbas populares y paramilitares contra la población civil y el ciudadano de a pie por parte del Estado son todas punibles en cualquier parte del mundo. Particularmente, cabe destacar aquí la institución revolucionaria conocida como “actos de repudio”, verdaderos linchamientos ―protagonizados por hordas salvajes adoctrinadas― en los que se practica contra el ciudadano el odio, la violencia, la vejación, el maltrato físico y psicológico, el asesinato de reputación, la humillación pública. Todo orquestado desde las más altas esferas del Estado socialista totalitario. Cabe destacar que estas prácticas no solo acarrean el despido laboral de sus víctimas, sino que ―al menos en los 80― se supo de muertes por infarto y hasta de suicidios.
Resumiendo, el régimen de La Habana pretende frenar la ola de rechazo popular y su expresión en las redes sociales echando mano a la figura de “incitación a la violencia”. Es una táctica preventiva de intimidación para satanizar y contener las protestas. La intervención del grupo Archipiélago ha contribuido a diseminar la idea de marchas sosas y cuasi serviles, lo cual pudiera ser utilizado por el régimen en beneficio propio. No permitamos que nos pasen gato por liebre o que nos viren la tortilla. No nos dejemos intimidar. Las marchas, en el contexto socialista totalitario (nazismo, fascismo y comunismo) no son manifestaciones, son reafirmaciones del status quo, rituales públicos de legitimación de la ideología y la simbología de Estado. Las protestas, en cambio, van dirigidas contra el régimen imperante y en pos de demandas y cambios reales. ¿Por qué tendríamos nosotros, los cubanos, que bajar la cabeza y hablar de marchas inocuas? Marchas no, protestas sí.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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