LA HABANA, Cuba.- Los espacios noticiosos televisivos, hace pocos días, dieron cuenta de un abultado tonelaje de mercancías inexplicablemente empantanados en los almacenes del puerto de La Habana, con graves consecuencias para las dinámicas económicas internas.
Según da cuenta el reportaje del noticiero estelar de la televisión nacional, por más de cincuenta días decenas de toneladas de arroz y de urea han permanecido en los almacenes sin que las entidades encargadas de transportarlas hagan acto de presencia para cumplir su cometido. Tan grave resulta el asunto que el arroz, renglón fundamental de la alimentación diaria en Cuba, ya está siendo atacado por plagas, y la urea espera para llegar a los campos de cultivo que debe fertilizar.
Como consecuencias agregadas al retraso, los operarios del puerto han dejado de cobrar sus jornales y el gobierno cubano debe abonar siete mil dólares diarios por sobreestadía de los barcos, que no pueden completar sus operaciones de descarga debido a la congestión en los almacenes.
Los que peinamos canas diríamos que no funciona la “cadena puerto-transporte-economía-interna”, esa denominación grandilocuente del normal trasiego de mercancías importadas, muy usada décadas atrás, y que hace tiempo cayó en desuso.
Ante la indagación de los periodistas, los directivos responsables de las empresas de transporte encargadas dieron cuenta de las enormes dificultades y carencias logísticas que impiden el cumplimiento de su importante cometido. Baja disponibilidad y mal estado técnico de los vehículos de carga fueron las razones esgrimidas para explicar tan ineficiente gestión.
Las autoridades cubanas culpan al embargo norteamericano de todas las carencias, insuficiencias y dificultades de la maltrecha y siempre ineficiente economía cubana. Esas mismas autoridades, después de más de medio siglo de destruir las potencialidades económicas y las esperanzas del pueblo cubano, ahora prometen un socialismo próspero y sostenible; aunque para el año 2030, exactamente setenta y un años después de llegar al poder.
Sin embargo, ni todas las medidas, leyes y supuestos diseños de agresión provenientes de los vecinos del norte podrían lograr generar tamaña incapacidad para dar fluidez al sistema de transportación, ubicación y distribución de mercancías vitales para los procesos productivos o la economía familiar. De hecho, fenómenos como los incumplimientos de los convenios de pago y de transportación con los productores agrícolas o la insoluble cadena de impagos entre las empresas no se originan en las codificaciones del Congreso norteamericano.
Por otra parte, está por ver cómo se puede construir alguna forma de prosperidad sostenible cuando el monopolio hegemónico se decanta en la más rampante inviabilidad de una economía que malvive de fracaso en fracaso, de absurdo en absurdo, como este de los almacenes abarrotados, con sus nefastas consecuencias.
No puedo ahora menos que recordar cómo en la primavera del año 2012 directivos y atletas se quejaban en ese mismo noticiario televisivo por ver, después de cinco meses de concluidos los Juegos Panamericanos de Guadalajara, México (octubre 2011), cómo en las naves del puerto habanero dormían el sueño de los justos las pértigas y los botes con que saltadores y remeros debían entrenar y participar en los –para ese entonces– inminentes Juegos Olímpicos de Londres 2012, a pesar de que entre el lugar de entrenamiento de los atletas perjudicados y el puerto de La Habana mediaban pocos kilómetros de distancia.
Lo grave del asunto es que todo esto no sucede en una de las economías neoliberales tan persistentemente criticadas por los gobernantes de La Habana, guiadas, según aseguran ellos, por las leyes ciegas del mercado o por egoístas intereses corporativos. Todo esto sucede, por el contrario, en los marcos de lo que el alto liderazgo define como economía planificada, en la cual un bando de burócratas, tal vez no muy capaces técnica y científicamente, pero sí confiables y fieles políticamente, definen y diseñan cada paso del devenir productivo o comercial, de la distribución y el consumo.
Tan publicitada planificación nunca cumple los programas ni cubre las necesidades, no ha impedido el enorme retraso tecnológico ni la galopante corrupción que hace metástasis en los más insólitos rincones de la sociedad cubana. La planificación socialista no ha impedido el colapso de renglones tradicionales como las producciones de azúcar y café, no ha podido impedir la pérdida del gusto arquitectónico, la calidad final de las construcciones o la cultura del trabajo. De nada de eso se puede culpar a supuestas agresiones externas.
No podemos calcular hasta cuándo languidecerán el arroz y la urea en los húmedos almacenes del puerto de La Habana, lo que sí es seguro es la reiteración recurrente de desastres como este, sin que los periodistas del noticiario de las 8:00 p.m. se atrevan a buscar las causas estructurales y señalar los verdaderos culpables de tanta degradación y tanta mentira.
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