LA HABANA, Cuba. — Este 27 de abril se cumplen 25 años de la muerte de Dulce María Loynaz, la más grande escritora cubana del siglo XX, merecedora del Premio Miguel de Cervantes en 1992.
Nacida el 10 de diciembre de 1902, sus padres fueron el general del Ejército Libertador Enrique Loynaz del Castillo y María de las Mercedes Muñoz Sañudo, de estirpe aristocrática, cuya familia contaba con grandes riquezas y propiedades.
De la casa donde nació —ubicada en el Paseo del Prado # 5, en La Habana Vieja — Dulce María Loynaz, siendo una niña, se mudó después con sus familiares a San Rafael y Amistad, y luego con su madre para la casa de su abuela, en Línea y 14, en El Vedado, un lugar muy espacioso donde residió gran parte de su vida y que le sirvió de inspiración para su obra literaria.
Allí, en la casona de Línea y 14, recibió la visita de grandes personalidades de la literatura, como Federico García Lorca, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez, Alejo Carpentier y otros que acudían a las tertulias que ella llamó “juevinas”, por celebrarse siempre los jueves.
Visitó Estados Unidos, casi toda Europa, Siria, Turquía, Palestina, Egipto, varios países de América del Sur y la isla de Tenerife, de donde era oriundo el periodista Pablo Álvarez de Cañas, con el que contrajo segundas nupcias en 1946.
Desde 1946 hasta su muerte, Dulce María Loynaz residió en la mansión ubicada en 19 y E, en El Vedado. Ese lugar hoy es un centro cultural que lleva su nombre y que se restauró con la ayuda del gobierno de España.
En la casa de 19 y E, por su inconformidad con el régimen castrista, permanecería en enclaustramiento voluntario durante casi tres décadas.
A partir de 1960 se apartó de toda vida social y cultural, excepto de la Academia de la Lengua Cubana, de la cual llegó a ser su presidenta y cuyas funciones se realizarían dentro de su domicilio hasta su fallecimiento, a los 95 años.
Para entender un poco el comportamiento de Dulce María Loynaz es bueno remitirse a sus memorias, tituladas Fe de Vida y que pidió a su amigo Aldo Martínez Malo se publicaran cuando cumpliera los 90 años o después de su muerte.
En Fe de Vida, al hablar del Vedado de su juventud, escribió Dulce María Loynaz: “¡Cómo hacer creer a los que vendrían luego que aquel Vedado era un lujo que podía permitirse la ciudad y con la ciudad un pequeño país donde no existían éxodos en masa, ni asaltos a embajadas, ni gente perseguida ni perseguidores!”
Hay otro fragmento en el cual explica por qué se deshace de las cartas devueltas por Enrique de Quesada, su primo y primer esposo: “Lo hice —debo confesarlo — con mucha pena, pero no me quedó otra alternativa. Ya la policía, estúpidamente, buscando no sé qué, había registrado dos veces mi casa, la casa donde vivían nada más que dos ancianas solitarias. Era mi intimidad, y no podía arriesgarla a una tercera invasión de los bárbaros”.
Se conoce que en abril de 1961, cuando al producirse la invasión de Playa Girón el régimen recogió a miles de personas consideradas desafectas, Dulce María Loynaz fue conducida a una estación de policía, donde, aunque no estuvo detenida, fue interrogada.
En la página final de sus memorias, explica cómo su madre, en sus postreros días, vendió una propiedad para hacer frente a gastos imposibles de cubrir por otros medios y dividió la importante suma de la venta entre seis miembros, incluido su esposo Pablo Álvarez de Cañas. Y a continuación, cierra con estas elocuentes palabras: “Sí, al final se lo llevó todo el diablo —y no hablo ahora de dinero—, porque ya el diablo reinaba en este mundo”.
A pesar de que por su extracción social jamás comulgó con las ideas socialistas y no disimulaba su rechazo al régimen, las autoridades culturales intentaron reivindicar a Dulce María Loynaz en los últimos años de su existencia. Así, en 1987, le confirieron el Premio Nacional de Literatura.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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