LA HABANA, Cuba.- Yo no había cumplido los dos años cuando el argentino Ernesto Guevara escribió a Carlos Quijano, director del semanario uruguayo Marcha, esa carta que se conocería luego como El socialismo y el hombre en Cuba. Cincuenta y dos años transcurrieron desde que en Montevideo se hicieran públicas esas cuartillas que intentaron explicar las posibilidades de “evolución”, que tendría cualquier sujeto que pasara sus días en una sociedad empeñada en construir el socialismo.
En un viaje por África inició Guevara esos apuntes que luego vaciaría en una epístola que hizo viaje hasta Uruguay, y en la que el otrora guerrillero se muestra obsesionado con la construcción de una sociedad diferente, y habitada por individuos tan nuevos como esa “casa” soñada.
Muchos años transcurrieron y no pude dar con ese proyecto de hombre. Supongo que estuve torciendo el camino en medio de tanta búsqueda.
Confieso que lo he perseguido, aunque no con el mismo empecinamiento de Diógenes el Cínico, aquel filósofo que en la antigüedad griega estuvo hurgando, sin sosiego y ayudado por una lámpara, en cualquier señal que le hiciera descubrir a un hombre. Este Diógenes tampoco lo encontró, pero al menos tuvo la suerte de que se le plantara delante un Alejandro Magno que creyó que el harapiento sabio reconocería su grandeza; lo que no ocurrió, y Diógenes siguió buscando, como yo…
Y así ando todavía, empeñado en conocer al hombre nuevo del que habló el guerrillero argentino. Un hombre que debía emerger de una revolución, de una sociedad “recién fundada”. Y fueron muchos los que al principio creyeron que ese nuevo hombre estaba entre los que bajaron de esas sierras del oriente cubano luciendo largas y hermosas cabelleras, y barbas muy pobladas, y collares de semillas ensartadas. Y no fueron solo los “revolucionarios” cubanos los que creyeron tal cosa; a ellos también se le sumaron casi todas las izquierdas del mundo.
Ese hombre debía ser el paradigma, el espejo en el que se fijara el “resto”, y quizá fue eso lo que ocurrió, y en unos meses desaparecerían las barbas, las melenas, y hasta los collares, y estos hombres, los paradigmas, comenzaron a lucir como otros que ya conocíamos, y a vivir de idénticas maneras que los anteriores y en sus mismas casas, y a decir usando formas peores, y sobre todo sin hacer consultas, sin permitir disentimientos, sin oposiciones.
El hombre nuevo fue entonces a la plaza para escuchar largas arengas y las mismas preguntas: “¿Están de acuerdo? ¿Alguien se opone?” Y muchos serían los que gritaron que si estaban de acuerdo, que no se oponían, y tan alto gritaron que pareció un grito unánime, la masa unida en un solo grito, un grito irrevocable y sin rupturas, una voz que no tenía disidencias. El pueblo fue una sola voz, el pueblo adoptó un tono idéntico, al menos en apariencias, al hombre con el que soñó el Che Guevara. Y fue entonces cuando el hombre nuevo comenzó a perder su individualidad. Así comenzó todo, cuando ese hombre dejó de ser un individuo y se convirtió en “masa” o en “maza”.
Y pobre suerte tocó a quienes no renunciaron a sus estrenados pelos largos y a los que ajustaron a su piel las telas de sus pantalones; pobres los que escucharon más allá de Carlos Puebla. De la noche a la mañana las canciones de Elvis Presley fueron sustituidas por el Himno del 26 de Julio o el de la Alfabetización. Y Virgilio Piñera fue odiado por aquel que inventó al hombre nuevo. Ese mismo inventor argentino lanzó alguna vez un libro del dramaturgo al aire, allá en Argelia, y hasta preguntaría quien se atrevía a leer allí a “ese maricón”.
Resulta que el “maricón” no era un hombre nuevo. Así renovaba el discurso machista el perpetrador de ese ente idealista. Y ese ser novísimo dejó de leer a Piñera; ni chistó cuando los maricones fueron encerrados en campos de concentración, porque creían que todo se hacía con el deseo de construir a ese individuo distinto, aunque a muchos les pareciera demasiado ajeno.
Cansado de ese hombre nuevo del que hablaba el socialismo cubano, y cansado de que el “héroe” de Santa Clara defendiera con su discurso a un hombre que ideara el mismo, me propuse insistir en esa búsqueda, y tal persistencia me llevó a descubrirlo. Y encontré a ese hombre no en un ideal si no en un designio.
Y empecé a ver a un hombre diferente, renovado en el discurso y en la manera de hacerlo. Fue así que creí encontrar un hombre nuevo mientras escuchaba a la hija de Guevara. Ella ostentaba una breve disensión, sobre todo si recordábamos la manera de hablar de los cubanos. La doctora Aleida Guevara March, perdió la cadenciosa sabrosura del habla de las cubanas. Esta pobre mujer se decidió por la cadencia italiana que tiene el español que hablan los argentinos. ¿Acaso era una cubana renovada y nueva? No lo creo, a menos que veamos también heroicidad en esas jineteras que hablan como su novio español o con la misma dureza de su viejo alemán.
Yo vi también a ese hombre, no en el cuerpo de ese gigante resuelto que soñó el “discurso revolucionario”. Lo miré en un hombre mínimo, que puede ser hasta escurridizo, timorato. Puedo verlo en el hombre que tiene miedo, como aquel Virgilio ante un Fidel que dirigía unas palabras a los intelectuales en el inicio mismo de la revolución. Y también lo percibí en el joven que pasa toda su adolescencia soñando con una computadora o una tableta y termina conformándose con una memoria de quince gigas para grabar el “paquete”, cincuenta y dos años después de que el Che escribiera aquella carta.
Y hasta he conseguido descubrir al hombre nuevo en aquel que pone flores al retrato de un padre al que apenas conoció porque resulta que su progenitor murió en Angola, y no pudo pasar con él ni siquiera un verano en alguna playita cubana. Descubrí a ese hombre en el sufrimiento de un jovencito que sufrió mucho tras enterarse de que su padre había muerto ahogado en el Estrecho de La Florida, ese niño que ya reconoce que su papá no podrá reclamarlo, que perdió la esperanza de dejar de ser un ciudadano cubano. Y yo me preguntó si habrá algo peor, para quienes soñaron con una sociedad y un hombre renovados, que ese niño que sueña con ser ciudadano de otro país.
Hay familias cubanas que tienen hasta un hombre nuevo por generación, y yo conozco tres generaciones de héroes en una misma familia. El primero de ellos volvió en urna pequeñita; allí lo metieron después de que muriera defendiendo, en África, alguna causa extraña. El hijo de este hombre que volvió muerto tuvo también un comportamiento heroico. Cuando lo “invitaron” a pelear en el mismo continente en el que murió su padre dijo que no, que él no quería volver en una urna, que no quería que su madre y su esposa reverenciaran unos restos que podrían no ser los suyos, y que él se moriría en Cuba, junto a los hijos que iba a tener. Solo tuvo uno; y este es el tercero de los héroes de esa familia, y a quien el padre jamás le pregunta de dónde saca tanto dinero, porque sabe que su hijo le nació bien lindo. El muchacho se fue de su casa porque no quería trabajar la tierra por tan poco dinero, y ahora vuelve cada vez con los bolsillos llenos; resulta que es un pinguero de éxito, otra manera de ser un hombre nuevo.
¿Qué habría pensado Guevara de este último? ¿Lo habría tenido por hombre nuevo? Quizá no, como tampoco yo tengo por héroe a esos desfachatados hijos de papá que pasean por Turquía, compran en tiendas neoyorquinas, o se divierten escandalosamente con Gente de Zona; pero tengo una mirada benévola para el que volvió de alguna “misión” infectado por el VIH, aunque contagiara a unos cuantos en esta isla de hombres nuevos.
El hombre nuevo puede tener también un nombre de mujer; podría ser un travesti o quizá un transexual, o una de esas mulas que vienen cada semana a revender la ropa que compraron antes, por precios ínfimos, en cualquier islita del caribe; y quienes, a pesar de las ganancias que disfrutan, prefieren no sufragar los gastos de la Federación de Mujeres Cubanas, que no las considera trabajadoras.
Estos y estas son hombres nuevos. No andan procurándose cargos y responsabilidades que sirvan para probar sus fidelidades. Saben que la mejor “bondad” es saber que han cumplido el deber de protegerse, y de hacerlo también con sus hijos o con sus padres. A fin de cuentas, estos hombres nuevos también una época heroica, y de sacrificios excepcionales. Ellos son nuestros hombres nuevos.