LA HABANA, Cuba.- El surgimiento de tensiones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos data de 1959, el mismo año de la trepa al poder de Fidel Castro y su cuadrilla de guerrilleros triunfantes. La propaganda oficialista de La Habana ha querido hacer ver que el desencuentro se originó en la renuencia de Washington a aceptar las justas medidas de beneficio popular dictadas por el “Gobierno Revolucionario”. La historia nos enseña otra cosa.
Cuando aún se encontraba en la Sierra Maestra, el “Comandante en Jefe”, en carta a su íntima colaboradora Celia Sánchez, confesó que, según vislumbraba, su verdadera misión empezaría después del triunfo insurreccional. Ésta consistiría en luchar contra el gobierno norteamericano.
En esa cruzada, que en verdad él inició y mantuvo, el subversivo devenido jefe de gobierno embarcó al pueblo cubano durante decenios, e hipotecó las posibilidades de desarrollar la Isla. No vaciló en establecer relaciones cordialísimas con el archienemigo estratégico de su vecino: la Unión Soviética. De manera unipersonal autorizó a Moscú a instalar proyectiles balísticos en Cuba. Esto estuvo a punto de provocar una Tercera Guerra Mundial, en la que nuestra patria habría sido barrida del mapa.
Pese a esas consecuencias harto adversas, hay que reconocer que ese antiamericanismo a ultranza rindió grandes réditos a ese hijo de Birán. Él se convirtió, para los envidiosos y resentidos de toda laya, que miran con antipatía hacia los Estados Unidos, en un ejemplo a seguir, en un modelo a imitar. Esa abundante clientela política fue la que, durante su prolongadísima estancia en el poder, le prestó ayuda de todo tipo y perdonó todas las arbitrariedades que cometió contra quienes se le oponían.
Reza una conocida frase que “amor con amor se paga”. Lo mismo sucede con el odio. Por supuesto que lo único que cabía esperar era que los ataques constantes contra el gran vecino del Norte fueran respondidos por éste con contramedidas similares.
Algo parecido ocurrió con el derribo de dos avionetas inermes de matrícula estadounidense pertenecientes a los “Hermanos al Rescate”. El exterminio de sus cuatro ocupantes sobre aguas internacionales del Estrecho de la Florida, motivó que la atención volviera a centrarse en el diferendo Cuba-Estados Unidos. En medio de la conmoción suscitada por el crimen, el entonces presidente Bill Clinton, como buen miembro del Partido Demócrata, se negó a adoptar medidas más enérgicas que sugirieron sus consejeros, y se limitó a firmar la llamada “Ley Helms-Burton”, que hasta ese momento se proponía vetar.
Ese cuerpo legal reforzaba y formalizaba el prolongado embargo de Estados Unidos, nacido decenios antes como una represalia contra las expropiaciones de bienes norteamericanos realizadas sin indemnización por el régimen castrista. El título más polémico de la nueva Ley (el marcado con el número III) permitía la presentación de demandas, ante cortes norteamericanas, en contra de quienes lucraran de algún modo con los referidos bienes confiscados.
No obstante, uno de los preceptos de ese Título autorizaba al Presidente a suspender, por un período de hasta seis meses, la entrada en vigor de esa disposición. A partir de la promulgación de la Helms-Burton —más de dos decenios atrás— todos los inquilinos de la Casa Blanca han ratificado la suspensión. Y lo han hecho siempre por el referido término máximo de medio año.
La única novedad introducida ahora por el presidente Trump consiste en haber reducido el plazo de la suspensión a 45 días. Creo que esta nueva medida no merece ser descrita como una estocada al castrismo, pero sí considero justo calificarla como una excelente banderilla.
Según una nota de prensa del Departamento de Estado, esto “permitirá llevar a cabo una revisión cuidadosa del derecho a actuar en virtud del Título III a la luz de los intereses nacionales de los Estados Unidos y los esfuerzos para acelerar la transición a la democracia en Cuba”.
Con esa firme actitud, la actual Administración de Washington ha demostrado una vez más su decidido compromiso con la causa de la libertad en la América Latina. Acaba de ponerlo de manifiesto en la Patria de Bolívar, al declarar la ilegitimidad de Nicolás Maduro y el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente. El secretario de Estado Mike Pompeo no tuvo pelos en la lengua para aludir al “apoyo indefendible” que Cuba brinda a “regímenes cada vez más autoritarios y corruptos en Venezuela y Nicaragua”.
John Bolton, asesor de Seguridad Nacional, declaró que la Casa Blanca está considerando permitir la entrada en vigor del Título III. Según el secretario Pompeo, al decidir este asunto, se tomarán en cuenta los esfuerzos “para acelerar la transición a la democracia en Cuba” y se valorará “la brutal opresión del régimen cubano a los derechos humanos y las libertades fundamentales”.
Más claro, ni el agua. Pero por si eso parecía poco, se agregó: “Pedimos a la comunidad internacional que intensifique los esfuerzos para que el gobierno cubano rinda cuentas por los 60 años de represión de su pueblo. Alentamos a cualquier persona que haga negocios en Cuba a que reconsidere si está […] incitando a esta dictadura”.
Una vez más, los Estados Unidos demuestran ser el gran aliado del pueblo cubano en su lucha por la libertad, la democracia y el estado de derecho en la Isla.
Presumo que la “revisión cuidadosa” del Título III no terminará dentro de los 45 días que comenzarán el primero de febrero. Sospecho que esas disposiciones de la Helms-Burton volverán a ser suspendidas. ¿Tal vez por sólo un mes?
En el ínterin, el régimen de La Habana, que ahora habla de “chantaje político y hostilidad irresponsables”, tendrá ocasión de volver a lamentarse por no haber recogido la rama de olivo tendida en su momento por Barack Obama. En Washington, por su parte, los personeros de la actual Administración se reafirmarán en que, como reza el refrán, donde hay desquite, no hay agravio.