LA HABANA, Cuba. – “Mucho líquido y reposo” es lo que indica el médico cuando la fiebre y los dolores musculares le hacen sospechar que el paciente ha enfermado de dengue, pero ni siquiera extiende una receta de algún medicamento para aliviar los síntomas porque de nada serviría: las farmacias están vacías, desabastecidas, y al parecer estarán así por mucho tiempo. No hay cura ni paliativos. El régimen alardea de su producción de vacunas contra la COVID-19, anuncia sin mucho éxito que pudiera regalarlas y exportarlas por millones al mundo entero pero, al mismo tiempo, es incapaz de producir una simple tableta de paracetamol o duralgina.
Mientras, en el mercado negro las hay por cantidades, a no menos de 250 pesos (poco más de dos dólares) el blíster de 10 unidades. Y también multivitaminas, antibióticos, pomadas, remedios de todo tipo, traídos de Guatemala, Rusia, Panamá, Nicaragua y hasta de Haití.
En las salas de urgencia no hay nada, ni siquiera termómetros, mucho menos desinfectante ni protocolos para contener los contagios o al menos para fingir que algo se hace, que nuestras vidas importan. En algunos hospitales se puede notar por la apatía y los malos tratos que ni siquiera hay deseos de trabajar.
El médico, cuando es de los que intentan hacer lo mejor que puede, pega la mano a la frente del enfermo y más o menos se aventura con un diagnóstico al que cualquiera, sin haber estudiado Medicina, pudiera arribar sin siquiera tocar el cuerpo, solo con ver lo mal que lucen todos, con escuchar los quejidos de dolor, los desfallecimientos. El médico nada puede hacer que no sea repetir una y otra vez lo que mejor sería escribir en un cartel a la entrada del hospital: “No hay nada, no podemos hacer nada”. Vayan a sus casas y recen para que la enfermedad les sea leve.
Solo hace un par de semanas han comenzado a decirles a los pacientes que se trata de dengue. Ya son tantos casos que no los pueden negar. No han podido continuar con el cuento de la “gripe estacional” o del “andancio”. Las denuncias en redes sociales no les permiten alargar demasiado la mentira del “no pasa nada”, “esto es una situación normal”.
Ahora han debido aceptar que el sistema de salud está colapsado, que son muchos más los contagios que los pocos miles que revelan las estadísticas oficiales, que tendrían modos para enfrentar la situación pero el estallido social definitivo está a la vuelta de la esquina y la represión policial es prioritaria, consume todos los recursos del Estado y más. De modo que no hay cómo fumigar contra los mosquitos más allá de los hoteles y playas exclusivas donde hay que proteger al turista, más allá de los barrios donde tienen sus confortables madrigueras los mandamases de la “continuidad”.
En contraste con esas “zonas de excepción”, probablemente no hay barrio de Cuba que haya escapado de esta nueva oleada de dengue, “dengue del malo”, como dicen algunos en la calle. Dengue del que aparece junto con los abandonos y la decrepitud del sistema; dengue del que hay que echarle comida, mucha comida de la que no hay, de la que nutre. La comida real, física, y no esa que promete el régimen a fuerza de babas en la Gaceta Oficial como si la Ley de Seguridad Alimentaria, pura letra impresa, fuera la solución a nuestro viejo problema del hambre.
Ni el hambre ni el dengue se solucionan con leyes. “El dengue no se cura con croquetas y picadillo”, dice alguien a ese pobre médico que le aconseja “alimentarse bien”, “hacer reposo”, dos cosas casi imposibles cuando se depende de un salario que no alcanza ni para matar el hambre los tres primeros días del mes, y cuando la cotidianidad es un continuo sobresalto de gente que muere, que se va, que se rinde, que enloquece.
Tengo la experiencia personal de barrios muy pobres como el mío, en Arroyo Naranjo, donde posiblemente no falte nadie por contagiarse. Barrios como los de El Calvario, Reparto Eléctrico, La Güinera donde la enfermedad se ha vuelto algo cotidiano. Tanto así que aún con los cuerpos quebrados la gente sale a las calles a hacer colas, a luchar por la sobrevivencia sin hacer ningún caso a la palabra “reposo”.
“En Cuba no se puede reposar ni siquiera cuando se muere”, dice un señor, ya jubilado, mientras sale a la calle con fiebre de más de 38 grados a hacer la fila “que le toca”. No sabe lo que sacarán, o si finalmente venderán algo en esos lugares que, aun habiendo perdido la condición de “comercios”, las personas continúan llamando “tienda”, “mercado”, “shopping”. Y es que aquí nada es lo que dice ser. Al parecer, en el comunismo todo es una representación de lo que fue o de lo que anhelamos.
Ni siquiera las peores cosas son llamadas por su nombre verdadero: dictadura, hambruna, inflación. La gente —enferma más por falta de libertades que por tantos virus en el entorno—, prefiere continuar diciendo “gobierno”, “ordenamiento”, “Periodo Especial”.
Así, entre la enfermedad y los eufemismos, entre las ingenuidades y los fingimientos, entre los apagones y los mosquitos, las muertes y las fugas transcurren estos meses que alguna vez fueran los de vacacionar en familia o los de pasarla bien con los amigos.
La sensación ahora mismo es que se acabaron esos días de inocencia, quizás para siempre, porque se ha hecho evidente en medio de tanta enfermedad, represión y éxodo masivo que somos un país moribundo cuyos tiempos van llegando a su final. A partir de ahora, los que vienen serán todos meses de incertidumbre para una nación que tiene, como todo cuerpo enfermo, la posibilidad (y el milagro) de sanar o morir.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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