LA HABANA, Cuba. – Mi abuela hablaba con frecuencia de “los imponderables”, que así nombraba ella a ciertos sucesos que no se pueden prevenir y que aparecen de sopetón haciéndose acompañar por desastrosas consecuencias; y lo peor, decía, es que tampoco son “predecibles”. Y no era en ciclones en lo que pensaba cuando se ponía a inventariar los imponderables que tanto la asustaban, pero tampoco repasaba los tornados, cuyos vaticinios resultan improbables en extremo.
Para ella esos males impredecibles aparecían contra toda razón y sin pronósticos visibles. Para mi abuela el imponderable nada tenía que ver con la muerte tras una larga enfermedad, y tampoco con el choque de un auto conducido por un chofer ebrio; ni siquiera el derrumbe que ocurrió este jueves último en la Habana Vieja, ni el anterior, ni los muchos otros, le resultarían novedosos, y de seguro habría advertido que tales desastres resultan predecibles y, sobre todo, evitables.
Mi abuela Ángela no contaba a las tan acostumbradas escaseces que llegaron después de 1959 entre sus “incalculables”; esas las supuso, y para enfrentarlas se fue preparando desde el inicio y se parapetó sobre sus propias defensas, incluso detrás de sus miedos. El imponderable es un misterio, decía, y aseguraba que “aparece cuando menos se le espera”, quizá por eso no los asociaba con los grandes misterios de la iglesia, con los sacramentos de la maternidad y la encarnación tan cercanos a los padres de esa iglesia.
Para ella el imponderable podía ser una caída, una cafetera que revienta, y también una llovizna, un aguacero que empapa la ropa de algunos caminantes. Ella pensaba en el viento leve que pronto se hace muy fuerte, incontrolable. En esos imponderables de mi abuela estuve pensando este último 26 de julio mientras miraba, sentado frente a mi televisor, el acto que celebró el ataque a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, con gran fanfarria y un discurso de Díaz-Canel.
Ese día creí en la posibilidad de que apareciera un nubarrón, y hasta lo imaginé avanzando, creciendo; y la llovizna se hizo cierta, al menos en mi cabeza, y se volvió aguacero, diluvio casi. Díaz-Canel elevaba la mirada al cielo; parecía implorar que lo dejaran llegar fluidamente hasta el final, que el viento no incidiera sobre los pliegos de papel en los que había trazado su discurso, que no los hiciera volar, que no se perdieran en la infinitud del cielo encapotado.
Supuse a Díaz-Canel rogando a las alturas para que la lluvia no tocara la tribuna, el podio, los viejos cuerpos tribuneros, las cuartillas que leía entusiasmado. Él rogaba a las alturas, al menos en mi cabeza, para que el agua no tocara las letras, para que no demacrara las palabras con las que debía evocar a los caídos en el asalto al Moncada, y también a algunos vivos que lo acompañaron en esa tribuna del Bayamo de Céspedes, y de los que se siente un gran deudor, y deseé entonces los imponderables de mi abuela.
Él discurseaba, y yo suponiendo el crecimiento de una lluvia que corrompía las cuartillas del discurso escrito del “presidente”. Sospeché al aguacero diluyendo la tinta, disolviendo cada letra, licuando las palabras elogiosas o agraviantes; ideas, cuartillas enteras perdían para siempre su sentido, su esencia. Imaginé contrariado al “presidente lector” que se empeñaba en terminar su arenga. Miré el instante en el que descubría que de todo cuanto había escrito, o le habían escrito, solo quedaba una enorme mancha de tinta que también se deshacía con la lluvia.
Y es que eso son los discursos en la Cuba de estos días, enormes manchas de tinta que no dicen nada, que solo pretenden legitimar el patrioterismo. Los discursos de los comunistas cubanos son más cercanos, como diría Platón, “al arte culinario que a la medicina”, mas empeñados en satisfacer ciertos gustos que en mejorar al prójimo. La retórica del poder cubano parece salir siempre de la misma cabeza; son idénticas las construcciones, y las ideas y el modo de defenderlas no varían de un discursante a otro.
No sería preciso relatar en estas líneas las “ideas” que expusiera en Bayamo Díaz-Canel, porque fueron casi idénticas a las que expuso luego, solo dos días después, en el discurso que hizo en ese “Foro de Sao Paolo” que no se celebró en la ciudad brasileña si no en Caracas. Allí volvió a culpar al enemigo, el mismo de siempre, con el mismo verbo al que no se puede tildar de encendido porque da la impresión de que se extingue a pesar del empeño en hacer fuerte la voz.
Un discurso de estos días es idéntico a aquellos que se dictaron en los primeros años del poder comunista, hasta los hechos parecen los mismos mientras se repiten también los acusados. No citaré, no pondré ejemplos, porque podría parecer inexacto, equivocado incluso. La mención del fragmento de un discurso dictado ayer puede hacer creer que lo copié de una arenga de 1961. Nada varía en la retórica del poder, siempre el mismo enemigo, siempre el mismo destino que no acaba de concretarse, y nosotros aquí, esperando por un imponderable, en lugar de provocarlo.
Llevamos sesenta años escuchando lo mismo y esperando la bonanza que anuncian los retóricos del poder cubano, quizá por eso no es desacertado, aunque sea en extremo pasivo, suponer un imponderable, creer que la lluvia apagará el discurso y nos permitirá, al menos, volver a casa, a ese rinconcito donde los que mucho aplaudieron vuelven a ser los mismos frente al fogón, en la mesa, en la cama calurosa. Y allí, en esa casa, en la cama calurosa, se olvidan los aplausos, los discursos, se vuelve a la realidad, se tiene la certeza de que, como dijera el comunista ruso Nikita Kruschev: “Los discursos suelen ser usados por los políticos para hacer promesas, ellos prometen construir un puente, incluso donde no hay río”.
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