LA HABANA, Cuba. – Cuando un segmento de la oposición al castrismo hace planteamientos que otros disidentes consideremos erróneos, ¿cuál es la postura correcta a asumir? ¿Señalar la deficiencia o guardar silencio? ¿Debatir —de manera respetuosa y civilizada, claro— los puntos en conflicto u optar por callarse para no ser acusado de hacerle “oposición a la Oposición”!
En el plano político, creo que ese es un buen tema a debatir por parte de los amigos lectores. En mi caso personal, que con 77 años a cuestas ya no tengo aspiraciones a desempeñarme en el escabroso terreno de la política, cuento con la posibilidad de eludir ese dilema y limitarme a mi labor como abogado independiente —agramontista, por más señas— que también soy.
Los criterios que puedo —y creo que debo— argumentar al respecto son los de carácter técnico-jurídico. Mi profesión (la misma que hace más de un cuarto de siglo la dictadura no me permite ejercer ante los tribunales cubanos) me abre un camino para someter, a la consideración de los hermanos a los que en un momento dado puedo considerar errados, argumentos que son difíciles de rebatir, puesto que se basan en el análisis de las normas del derecho.
Es lo que me sucedió hace lustros, con el llamado Proyecto Varela. A su redactor, el ingeniero Oswaldo Payá, y a sus promotores, me consideré en el deber de señalarles los errores jurídicos en los que estaban incurriendo; llamar su atención sobre circunstancias que me parecieron importantes y que pertenecían al terreno del derecho.
Así, por ejemplo, les indiqué que el mismo codificador tramposo que había hecho la Ley (me refiero al supuesto derecho constitucional de diez mil ciudadanos a proponer proyectos legislativos), había puesto la Trampa: la obligación de cada uno de ellos (según el Reglamento de la Asamblea Nacional) a concurrir ante un notario (¡y uno castrista, para colmo!) ¡para que ese funcionario diera fe de la condición de ciudadano de cada uno de los diez mil! ¡Una verdadera “Misión Imposible”!
De modo análogo, señalé lo inconveniente de convertir derechos humanos reconocidos mundialmente (como las libertades de opinión y de expresión, de las que está investida cada persona por su sola condición de ser humano) en tema de una hipotética consulta ciudadana (organizada, claro, por el mismo régimen totalitario). En ella, cada elector, en principio, ¡tendría que responder a la pregunta de si deseaba o no disfrutar de esos derechos que les reconoce la ley internacional!
Estoy consciente de haber abordado un tema que, a estas alturas, presenta un interés puramente histórico. Pero, al tratarlo, brindo los antecedentes que me permiten enfocar una situación actualísima, pues fue dada a conocer hace un par de días: me refiero a la “Carta Pública” dirigida por varios centenares de cubanos a los gobiernos de Estados Unidos y Cuba, así como al Congreso Federal del primer país.
En ese documento, que recuerda en buena medida los enfoques del antiguo Proyecto Varela, esos compatriotas plantean las “condiciones mínimas e indispensables” que —en su opinión— deben existir para que se produzca un nuevo acercamiento entre ambos países vecinos. Pero en esa carta, al igual que en aquel otro antecedente remoto, se incurre en errores jurídicos, que una vez más conviene señalar.
Lo primero a lo que yo aludiría, en ese aspecto, es que —como ya indiqué— la petición se dirija, entre otros, al “Gobierno de la República de Cuba”. A primera vista parece un enfoque “equilibrado” este de poner como destinatarios, en un plano de igualdad, a las autoridades ejecutivas de los dos países en disputa.
Sin embargo, esa ponderación, ese equilibrio, son ficticios. El gobierno castrista ejerce el poder, incluso con características omnímodas. Pero lo hace sin haber obtenido el respaldo de sus gobernados. Tras encaramarse en esa posición a tiros, estuvieron 17 años sin realizar una consulta entre sus súbditos. Y cuando decidieron “institucionalizarse”, impusieron un “sistema electoral” que sólo permite a sus vasallos escoger al concejal que los representará a nivel de municipio.
Para más inri, es un gobierno que, por definición, abomina de cualquier persona que aspire a mantener una postura independiente. Su propia Constitución dispone que un partido (¡el de ellos mismos, claro!) sea “la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”. También que el sistema socialista que impusieron es “irrevocable”.
Se trata del mismo régimen que proclama el “derecho” de cada persona a su “intimidad personal y familiar” y “su honor”; pero que en sus órganos masivos arremete contra quien discrepa, y asesina su reputación; que de hecho no nos reconoce la condición de ciudadanos. ¡Y es a ese gobierno al que se dirigen personas de ideas diferentes para pedirle que tome en cuenta sus criterios discrepantes!
Tampoco parece apropiado que la “Carta Pública” se haya remitido al Congreso de los Estados Unidos. El sistema constitucional de nuestro gran vecino norteño, que merece absoluto respeto, dispone que el tema de las relaciones internacionales compete al Poder Ejecutivo; no al Legislativo. Por tanto, es una equivocación pretender involucrar a este último.
Otro error jurídico en el que incurrió el redactor de la “Carta Pública” es el de mencionar, como supuesto fundamento de los derechos del pueblo cubano, a los pactos internacionales de la ONU (que no han sido ratificados por la República de Cuba). Al propio tiempo, se omite un documento esencial que, además de sí haber sido suscrito por nuestro país, está conformado por normas que son reconocidas internacionalmente como de carácter obligatorio: la Declaración Universal.
Por último, también es erróneo poner en plano de igualdad (como “elementos que entorpezcan las relaciones entre los cubanos de la Isla y el exterior”, los cuales deben ser eliminados, en principio) las medidas adoptadas por los Estados Unidos (que fueron tomadas en respuesta a decisiones arbitrarias de las autoridades cubanas y a los atentados sónicos de La Habana) y las del régimen castrista (que representan ataques flagrantes, por parte de un gobierno, a los derechos humanos de sus ciudadanos).
Parece lamentable que, al redactar escritos como el Proyecto Varela o la “Carta Pública”, se prescinda del asesoramiento de juristas independientes. Máxime en Cuba, país en el que hay dónde escoger, pues si por algo se caracteriza nuestra sociedad civil es por el número considerable de hombres de leyes que le han dicho “no” al castrismo.
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