LA HABANA, Cuba. – Mi abuela Ángela celebró su cumpleaños veintidós pariendo a mi padre. Ambos vieron la primera luz un dos de octubre. Mi padre cumpliría hoy ochenta y dos años si no hubiera muerto tan pronto, de un ataque al corazón. Mi abuela sobrevivió a mi padre, lo que fue sin dudas su dolor más grande. Mi abuela fue una mujer discreta y de suaves maneras “a pesar” de su elegancia, de su buen gusto. Mi abuela, además de la pasión que le despertaron sus dos hijos, sus nietos y mi abuelo, exhibió un gran apego a la costura y llegó a tener un taller especializado en la confección de ajustadores.
Sus habilidades para la costura la hicieron famosa entre las mujeres del pueblo y tributó al éxito de la pequeña tienda de mi abuelo. Luego se expandió y llegó a vender los strapless y brassières en “El Encanto”. Mi abuela nunca fue comunista, jamás comulgó con aquello que terminó dividiendo a su familia, y quizá se preparó en “la marcha”, desde aquellos días en que mi abuelo y mi muy joven padre, mostraron su desprecio por Batista. Mi abuela Ángela no se dejó llevar por la avalancha revolucionaria, y siguió siendo elegante, y muy discreta.
Quizá fue por eso que jamás vistió aquel traje de miliciana que no “pegaba” con el comedido tono de su teñido de pelo. Mi abuela soportó la separación de la familia, y cuando su hermana y sus amigas visitaron Cuba las abrazó muy fuerte, convivió con ellas y hasta les hizo ajustadores. Mi padre sí que creyó en el comunismo, como mi abuelo, pero ninguno de los dos permitieron que los asediara la intolerancia; y ambos conservaron, hasta el final de sus días, el gusto enorme por reunirse con sus amigos sin que importaran las filiaciones políticas. Mi padre Jorge fue muy respetado siempre en Encrucijada, “Jorgito Pérez” lo llamaban.
“Los míos” no cayeron del todo en la trampa, y bien que recuerdo aquellos actos de repudio que ellos enfrentaron con tanta vehemencia. Todavía recuerdo la oposición de mi padre y de mis abuelos a la tiradera de huevos, en un país donde las gallinas, quizá en contra del comunismo, pusieron menos que de costumbre. Mi padre no aplaudió los actos de repudio y lo hizo muy evidente. Todavía recuerdo su indignación cuando se opuso con fuerza a que un compañero de mi hermano, que hoy está en Estados Unidos, no pudiera entrar en la Escuela Vocacional de Santa Clara porque los suyos no eran comunistas, porque no comulgaran con los presupuestos de Fidel Castro. Todavía recuerdo cuánto protestó por la injusticia con aquel niño de solo diez años al que castigaron por la apatía que despertaba en su padre el comunismo.
Resultaría bueno hacer hoy un balance, como a veces yo hago; preguntarnos cuántos de los que sí entraron a la “Che Guevara” están hoy en Florida o en cualquiera de esos “rincones” del mundo que los acogió y les permitió hacer una vida más plena, aunque para ello tuvieran que abandonar a los suyos, y la casa de siempre, el país, el idioma. No tengo dudas en cuanto al apoyo que tuvo la “revolución” en sus primeros días, en los primeros meses, incluso en los primeros años, pero todo cambió después.
Y la transformación no está en eso que exhibe el discurso “revolucionario”; en las escuelas “para todos”, en la salud para todos o en la falsedad de que el hambre es también para todos. La transformación más evidente, y también la más peligrosa, fue la intolerancia que se exhibió desde el inicio, donde muchos fueron obligados a mentir para conseguir la supervivencia. Este país desconoció desde entonces el diálogo afable y respetuoso. El diálogo desapareció y fue sustituido por la forzada obediencia.
Hoy recuerdo mucho a mi padre y su gran apego a la conversación y al respeto. Recuerdo al hombre que creyó en algo y fue capaz de respetar a quienes no creían. Hoy recuerdo al padre que fue un hombre pacífico y amoroso, tanto que todos le decían Jorgito, como si con el diminutivo probaran, quienes le conocían, el afecto que despertaba. Hoy recuerdo a mi abuela Ángela y pienso en su elegancia, ese garbo que ninguna contingencia pudo destruir. Hago memoria y la veo en la bodega, elegante y discreta, pausada y sin afectaciones, dispuesta siempre al dialogo sincero y tolerante. Ella nunca fue comunista, ella solo se congregó con las “Hijas de Acacia”, y con la tolerancia.
Quizá algún encrucijadense en el exilio, que es donde podría leerme, repase estas líneas, y también recuerde a mi padre, y a mi abuela. Quizá muchos cubanos que lean estas líneas se pregunten a qué lugar fueron a parar la tolerancia y las buenas maneras que alguna vez tuvo Cuba, incluso cuando el acceso a los estudios superiores no era tan común como lo es hoy. Por estos días son muchas más las “universidades”, son más los que estudian en ellas, pero habría que preguntarse lo qué aprenden o al menos qué les enseñan. Lo primero que dejan en claro las universidades es que deben ser fieles si es que pretenden concluir sus estudios, de lo contrario le podría suceder a cualquiera lo mismo que a Gaudencio, aquel compañero de mi hermano que no pudo entrar a la vocacional aunque fuera, de entre todos, el mejor.
Hoy mi padre y mi abuela estarían cumpliendo años, pero ya no están, porque todo lo que comienza termina, incluso la vida de aquellos que queremos mucho. Hoy, después de sesenta años de intolerancia, pienso en ellos y me pregunto por lo que pensarían si vieran, desde el sitio en que se encuentran, esta Cuba que hoy vivimos, me pregunto qué comentarios harían de este oprobio. Hoy, por mi padre y mi abuela, me gustaría convocar a la tolerancia, al diálogo, pero no saldré a la calle a pedirlo porque tengo la certeza de que terminaría preso. Hoy, el comentario más “tolerante” que se podría hacer en Cuba es, sin dudas: “Si quieres sobrevivir deja de meterte con el gobierno”. Hoy mi abuela y mi padre cumplirían año si la intolerante muerte no existiera.
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