LA HABANA, Cuba.- En la panadería la cola se hace lenta y fastidiosa. Esperar tanto, y con la escuálida libreta de abastecimiento en la mano, para llevarte luego un solo y magro pancito a casa es humillante; aunque a veces, y en la espera, se suscitan conversaciones que hacen pensar que “esa cola bien vale una misa” y hasta más, como creí esta mañana.
Como de costumbre, hice el camino de mala gana y con la misma actitud pedí el último. Mientras completaba el trayecto estuve creyendo que soportaría un sinfín de comentarios sobre las “elecciones” que ayer se llevaron a cabo en toda la isla. Sospeché que mis vecinos repetirían una y otra vez lo que predijo antes el Granma, eso que ya la televisión catalogó como un “éxito rotundo”, pero… ¡me equivoqué!
El tema de muchos en la cola, en la que las mujeres son siempre mayoría, fueron las anunciadas nupcias del príncipe inglés Henry, hijo de Lady Diana, con Meghan Markle, actriz estadounidense, y también que la ceremonia se producirá el próximo año, y en la primavera. “¡Ay, cómo falta!”, dijo una vecina a la que advertí, con inesperado desenfado, sobre lo conveniente que resultaba celebrar una ceremonia tan suntuosa en esa época del año; y mencioné la nieve escurrida, la temperatura agradable, la “renacida” floresta, y hasta el esplendor que imaginaba en el traje de la novia.
“Imagínate que el anillo de bodas lo harán con una joya de la princesa Diana, y dicen que será un diamante”, así me dijo la mujer, quien me miró, llevándose un dedo a la boca, y aparentando que esperaba un comentario. Y porque no dije nada ella continuó: “Ojalá que aquí tuviéramos bodas como esa”, y también se respondió diciendo: “Seguro que las hay pero no conviene comentarlas”, y yo asentí…
No hablé de esas bodas que no conozco y a las que jamás fui invitado, no mencioné cómo imaginaba esas secretas lunas de miel, que de seguro existen, en exóticos paisajes en los que se levantan exuberantes y muy caros hoteles, pero sí le hablé de algunos matrimonios que la historia cubana olvida porque nada tienen que ver con la “dictadura del proletariado”. La mujer se quedó atontada cuando enumeré algunos matrimonios de cubanos en los que estuvo implicada la realeza europea.
Ella no pudo creer que una cubana, nacida en Sagua la Grande, pudo ser alguna vez reina de España, cuando estuvo noviando con Alfonso de Borbón y Battemberg, por entonces Príncipe de Asturias y heredero al trono español. Lo malo para la sagüera fue el hecho de que, entonces, era imprescindible que la novia del príncipe perteneciera una familia real, y su padre era solo un español exiliado en Cuba, y dueño de una “simple” plantación de caña de azúcar. La “pobrecita” no fue reina, pero se casó con aquel Alfonso, tan enamorado que renunció a su derecho de sucesión…, y con él tuvo un hijo.
“Eso da pa’ una telenovela”, dijo la señora, y añadió con cierta tristeza que jamás se filmaría en Cuba. Y cuando quedó repuesta de lo que acaba de escuchar, todavía en la cola, le solté otra historia de “amor y realeza” que también tuvo como protagonista a una cubana, y que por suerte tuvo un final diferente. Entonces conté de aquella muchacha, habanera de Marianao, que se convirtió, también por matrimonio, en la gran duquesa consorte de Luxemburgo. Ella abrió los ojos, no sé si porque no lo creía o por asombro o porque no sabía dónde estaba Luxemburgo, y para convencerla le conté que hace unos dos años conocí, y paseé largamente por La Habana con dos primas de la gran duquesa, hijas de Goar Mestre, aquel hombre que fundó la televisión en Cuba y que tuvo que largarse a Argentina cuando aquí le “hicieron la vida un yogurt”, y a quien el país austral tiene mucho que agradecer por la televisión que hoy tiene.
Aunque parezca mentira, también pude relatar a la señora, mientras permanecíamos varados en la cola del pan, del antaño parentesco de los Mestre con el rey Fernando I de Castilla, y miré como se habían sumado las orejas de otras mujeres, sin que entendieran mucho de aquellas historias de nobleza y plebeyez, pero noté que estaban bien hartas de los acostumbrados discursos de “barricada”, de falsas elecciones, y de pan viejo…
Todo eso conté antes de ponerme frente a la dependiente, esa que extiende, silenciosa y con cara de pocos amigos, la mano que recoge la libreta de abastecimiento en la que pone una X en el cuadrito que indica el día que transcurre, y que debe ser idéntica a la que puso en la mañana junto al nombre de quien prefirió para que fuera, su nuevo o ancestral, delegado de circunscripción. Y así volví a casa, con dos panes “zocatos” y de fea apariencia guardados en una bolsa.
Y que me perdone el lector si esta vez usé muchos adjetivos o si el lenguaje le parece alambicado, relamido; resulta que después de tantos días de trincheras de ideas no viene nada mal un respirito. Discúlpeme entonces lector si es que esta vez le recordé a algún cronista social del “Diario de la Marina”, y si no quiere disculparme, no me queda otro remedio que voltear la cabeza y advertirle que en este país, donde tanto se habla de elecciones que son falsas, y de sudor y entrega —¡ay, qué asco!—, hace falta un poco de frivolidad.