MIAMI, Estados Unidos.- Si no se hubiese aplicado un enfoque de género cuando se hizo –si bien parcial, gradual y limitado–, hace más de un siglo, al menos en Occidente, las mujeres aún no tendríamos, ni en Europa ni en las Américas, derecho a estudiar, a votar, a conducir un auto, o a actuar independientemente de los hombres de nuestras familias. El espacio público y el privado seguirían siendo definidos y controlados desde la autoridad milenaria del pater familias, del marido, del hermano mayor. En pocas palabras: la mujer seguiría contralada por un patriarcado vitalicio.
La lucha por colocar ese enfoque de género en el centro mismo de la conversación social, económica y política de la sociedad la han llevado adelante miles de mujeres en todos los países de Occidente, convencidas de su igualdad –negada y choteada por los hombres– y cansadas de continuar siendo ignoradas y atropelladas, explotadas en lo que respecta al trabajo, y ninguneadas en su labor no-remunerada de madres, esposas y cuidadoras.
Y después hay hombres y mujeres que aún ignoran –o no quieren aceptar– que gracias a una agenda feminista y a las mujeres que impulsaron dicha agenda, contra viento y marea, ostracismo, crítica, marginación, regaño y castigo, es que nuestras sociedades han progresado y se han acercado a la equidad y a la justicia, aunque queden bolsones de misoginia y machismo regados por doquier.
Aún hay muchas personas que se niegan a tomar en serio y con respeto el feminismo como lo que es: “el principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”, según lo define la Real Academia Española. El feminismo “es la ideología que defiende la igualdad en aspectos sociales, culturales y económicos entre ambos sexos, visualizando, transformando y eliminando las formas de opresión, dominación y segregación, y otras violencias específicas que sufren las mujeres”.
Según la historiadora Gerda Lener: “El patriarcado es la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños de la familia, y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres de la sociedad en general”. No se puede hablar de feminismo sin señalar la misoginia del sistema patriarcal, que según la profesora Mariela Fargas, de la Universidad de Barcelona, es “un sistema construido históricamente que se basa en la supremacía del varón, que ejerce un liderazgo indiscutible sobre el poder o la propiedad, perpetuando el control de sus recursos mediante prácticas de violencia”.
¿Por qué en Cuba no hay aún una Ley Integral contra la Violencia de Género? Porque el gobierno que mal-dirige el país es un régimen patriarcal, misógino y machista en el que el poder –masculino, claro está– se cuida y protege sus espaldas. En Cuba no ha habido en 61 años una organización feminista oficial que luche por la equidad y el empoderamiento de las cubanas, y las organizaciones independientes –como las más de 900 que existían en la Isla en 1958– han estado y siguen proscritas. Es bueno mencionar el grupo Magín de comunicadoras, la primera y única ONG independiente que surgió en estas seis décadas, para ser aplastada ipso facto por la propia Vilma Espín y la Federación de Mujeres Cubanas.
¿Qué es, entonces, lo que las mujeres –y la sociedad en general– le debemos al feminismo? El derecho al voto, a estudiar, a casarnos con quien nos plazca, a no casarnos, a divorciarnos, a defender nuestra identidad sexual, a la maternidad, a interrumpir un embarazo, a no procrear, a adoptar un hijo o hija aunque no estemos casadas, a trabajar fuera del hogar y ser justamente remuneradas, a no ser golpeadas por nuestra pareja, a presentar una demanda judicial y también una orden de restricción en contra de una pareja violenta, el derecho a la propiedad privada, a conducir un auto, a tener un negocio propio, a heredar bienes y propiedades, a los servicios de un banco, a la equidad.
A la lucha de los diversos movimientos feministas del siglo XX y XXI se le debe el derecho a salir a la calle sin escolta masculino de la familia; a recibir un sueldo igual al del hombre por el mismo trabajo; a aspirar a ocupaciones mejor remuneradas, previamente reservadas para los hombres; a no tener que casarse con un hombre impuesto por su padre y mucho menos con quien la ha violado, para “salvar” la honra del apellido; a la asistencia médica durante y después de un embarazo; al uso de la ley en favor de su seguridad y bienestar; a la potestad de los hijos sin que importe su estado civil; a la custodia de sus hijos, aún después de divorciada o vuelta a casar; a no ser sexualmente acosada por superiores y a demandar a los acosadores ante la ley.
A través del activismo feminista se ha logrado cambiar arraigados conceptos de corte misógino: el feminicidio impune; mal llamado “crimen pasional”; el concepto de violación sexual como violencia contra la mujer, que es y ya no como acto sexual, el derecho al control de la natalidad, la planificación de la familia y el uso de anticonceptivos; la revaloración del trabajo doméstico como parte esencial del mercado laboral de una sociedad; la aceptación de mujeres en cargos públicos y de liderazgo político, social y económico; la inclusión de mujeres en el sacerdocio, al menos en las religiones protestantes; y la batalla dentro de la Iglesia Católica –aún no ganada- por ese mismo derecho.
A los que insisten en que el camino feminista ha sido y es un error, una exageración, un extremismo innecesario, les invito a regresar tan solo al siglo XIX y amoldar sus vidas a esos tiempos. Al menos de las mujeres, la experiencia hará de ellas feministas consumadas.
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