
LA HABANA, Cuba. – El publicitado operativo policial contra una red de contrabando que proveía decenas de productos a varias cafeterías que funcionan bajo la modalidad de trabajo por cuenta propia, en La Habana, no es un golpe maestro a la llamada economía informal. Tampoco indica el fin de lo que se ha convertido en una especie de salvavidas dentro de la crisis sistémica del modelo de producción centralizado, con su patética distribución de la miseria y los artificios retóricos, de funcionarios y amanuenses, que proyectan lo contrario.
En el mejor de los casos se trata de una escaramuza en la feroz guerra por la supervivencia que tiene lugar en toda la Isla.
El mercado negro es, hace ya mucho tiempo, una puerta de escape a los agobios del racionamiento, los bajos salarios, la inflación y todo lo que mantiene al proletariado nacional en una situación cada vez más precaria.
Hay que aclarar que no es una zona exclusiva del cubano de pie. El robo en los establecimientos estatales cuenta, casi siempre, con la anuencia de militantes del partido, encumbrados directivos de empresas, entre otros funcionarios con libre acceso a los almacenes.
Ellos son los principales artífices de un encadenamiento comercial que funciona de maravillas y que beneficia a un sinnúmero de personas.
Miles de capitalinos viven de las ganancias obtenidas por las reventas de lo que a diario sale de los depósitos sin que medien asaltos a mano armada ni toletazos por la nuca a algún desprevenido vigilante. Todo transcurre en absoluta normalidad.
Hacerse la idea de que el constante trasiego de mercancías tiene los días contados debido al revuelo propagandístico transmitido en el noticiario de televisión, donde unos policías registran en una planilla el extraordinario monto de las incautaciones, algunos implicados sueltan una declaración de inocencia y, por otro lado, el reportero explica que se ocupó más de un millón de pesos nacionales (alrededor de 30 000 dólares) y dos automóviles, entre ellos un Audi, aparentemente nuevo, es perder el tiempo.
La economía subterránea no es un ente que se elimine con un decretazo y mucho menos con esos mensajes que buscan amedrentar a la abultada nómina de ladrones y comerciantes que pululan por doquier.
Las condiciones de escasez permanente y salarios mediocres no se alivian con las peroratas que largan los gordiflones del partido y los sindicatos, donde prometen villas y castillas, hacen pucheros cuando se refieren a cualquier pasaje de la gesta rebelde contra la dictadura batistiana para acto seguido pedir un aplauso de apoyo a la continuidad del socialismo.
Por tanto, nadie va a renunciar a esas fuentes de ganancias por temor o conciencia de estar cometiendo una ilegalidad.
Lo que probablemente suceda es el incremento del pago por los encubrimientos y el alza en los niveles de la doble moral de aquellos que han logrado posicionarse en un rango de importancia, en los ámbitos de alguna empresa o centro fabril, gracias a sus muestras de fidelidad a la élite de gobierno y a la ideología vigente.
Detrás de las posturas afines con las normas impuestas, hace más de seis décadas suelen ocultarse planes que en la práctica dinamitan ese fervor patriótico tan representado en los órganos de prensa.
El robo al Estado, el gran controlador que nada controla, es un hábito que moldean circunstancias especiales creadas por gobernantes ineptos, extremistas y encaprichados en echar andar una maquinaria que ha demostrado su total ineficacia en economía y para materializar un desarrollo integral y sostenible.
Seguramente, continuarán las presentaciones de redadas policiales en casas que sirven como almacenes emergentes, ahora que la realidad económica apunta a un peligroso deterioro en los próximos meses a causa del impacto del COVID-19.
La tentación de agenciarse una determinada cuota de dinero en medio de un presente sombrío y un futuro marcado por la incertidumbre siempre será más fuerte que el riesgo a terminar en la cárcel.
El hambre y la necesidad empujan a asumir el reto de cualquier aventura.
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