LA HABANA, Cuba. – Va por mal camino y falto de argumentos el que elige vocablos homofóbicos para insultar a su contrario. Quien haya vivido en Cuba durante los últimos 60 años, debería darse un buen tapabocas antes de gritar o escribir la palabra “maricón” como ataque contra alguien al que desprecia.
No solo revela con eso que su mente ha quedado anclada en un pasado oprobioso sino que no es capaz de ver cuánto ha penetrado en su conducta como ser humano ese adoctrinamiento ideológico sistemático del que ha sido víctima todo cubano y cubana que, aunque menor de edad y sin saber lo que prometía, juró ser “como el Che”.
Acabo de escuchar un tema reciente de Al2 el Aldeano y Silvito el Libre que me ha llevado a pensar en muchas de estas actitudes que a veces, por no estar conscientes de ellas y sin que lleven en sí la mala intención, lejos de generar simpatías provocan rechazo incluso entre aquellos con los que compartimos ideales y proyectos de vida encaminados a propiciar en la Isla un futuro de bienestar.
No acabaremos con los totalitarismos sosteniendo nuestros discursos en los mismos esquemas mentales conservadores, retrógrados, que tienen su más fiel reflejo en el lenguaje.
Si bien para dar un giro de 180 grados a la situación cubana es necesario echar abajo esa jerga política y económica de “manual partidista” que maquilla la realidad para hacerla pasar por “normal” cuando en verdad es caótica, también hay que indagar con habilidad y empatía en otros recovecos de lo social para ganar a todos los grupos sociales en pos del bienestar común.
De igual modo que haríamos bien en desterrar de nuestra cotidianidad los eufemismos que hacen de la cartilla de racionamiento una “libreta de abastecimiento”, del mendigo un “deambulante”, del inmovilismo y el empecinamiento ideológicos una “continuidad”, del estipendio un “salario” y de la hambruna un “periodo especial”, así debiéramos ponerle fin a ese repertorio de insultos que aunque nos parezcan proporcionales a nuestros desencantos, frustraciones y enojos, no hacen más que colocarnos en la misma cuerda de quienes discriminan, criminalizan, abusan del poder y coartan nuestras libertades.
¿Por qué en Cuba la palabra “maricón” deberíamos sentirla más como elogio que como una ofensa? Incluso, doy vuelta a la pregunta, ¿por qué debemos sentirnos ofendidos cuando alguien la usa buscando ridiculizar?
Circulan por ahí fragmentos de un video grabado en los años 80 que da testimonio de uno de tantos miles de “actos de repudio” a los que el Partido Comunista de Cuba convocó para castigar a quienes abiertamente se declaraban —o eran declarados por la fuerza— en desacuerdo o en contra del régimen de Fidel Castro.
Una multitud vocifera groserías contra un homosexual, mientras una decena de “dirigentes” observan el espectáculo con satisfacción.
Eran días en que hombres, mujeres y hasta niños gritaban las frases y palabrotas que habían sido aprobadas por el Comité Central, entre ellas las de “flojo” y “maricón”, casi siempre reforzadas con pancartas donde aparece Jimmy Carter dibujado con atributos tradicionalmente asociados con lo femenino.
Vestir como mujer y llamar “maricón” al presidente de los Estados Unidos era ofensa mayor. Así, cuando se le caricaturizaba en la prensa oficial era frecuente que se acudiera a estereotipos visuales de lo heteronormativo.
Del trozo de película en cuestión, más que la falta de compasión de quienes gritan, me llaman la atención el orgullo y la valentía del repudiado. No hay una lágrima en sus ojos, no desfila cabizbajo, no se detiene a pedir clemencia, ni siquiera a devolver los insultos. No ignora lo que escucha pero tampoco se rebaja.
Como curioso contraste, a finales de los años 80 y principios de los 90, en los juicios sumarios llamados Causa 1 y Causa 2, vimos llorar a mucho general, a militares que aceptaron la culpa en silencio y pidieron perdón con voz temblorosa, a pesar de haberse comportado tan “machos de manual” cuando, en su momento, acataron las órdenes de acabar con los “maricones” por el bien del socialismo.
Pero los años 80 no fueron la primera vez —ni tampoco la última— que los comunistas cubanos recurrieron a tales maniobras donde un tipo de conducta sexual es equivalente a un mal social, a una actitud negativa potencialmente castigable, lícitamente criminalizada y, además, donde una marca tradicional de género como lo femenino podía llegar a connotar por momentos todo cuanto es necesario erradicar en un proyecto social y político donde lo viril y lo masculino son establecidos no solo como elementos positivos sino como definitorios de un deslindarse a favor o en contra “del proceso”.
Casi una década atrás, durante el Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971 quedó establecida oficialmente como política del régimen la marginación de los homosexuales, señalados como escoria social que debía ser erradicada con urgencia y con el ejercicio de los métodos más variopintos.
La campaña homofóbica de los comunistas arreció y sin dudas funcionó como un catalizador de los sucesos que conducirían al éxodo del Mariel, en tanto fue la oportunidad única de escapar del infierno insular para decenas de miles de homosexuales estigmatizados por el extremismo ideológico.
Años atrás se habían creado las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), que tras el nombre castrense ocultaban la perversidad de verdaderos campos de concentración adonde eran enviados por la fuerza aquellos sujetos que debían ser “reeducados” en los “valores revolucionarios”.
La homosexualidad, tanto en los hombres como en las mujeres, era considerada un “rezago del capitalismo” y como tal debía ser “exterminada”. Era una de las tantas “conductas impropias” que podían “malograr” el surgimiento del “hombre nuevo”.
Ser declarado “maricón” o “flojo”, ser tachado de “afeminado” o de “pájaro” suponía la muerte social, que en ocasiones terminó en muerte física sin consecuencia alguna, sin remordimientos. En tales escenarios políticos, plenos de adversidades, incluso el suicidio puede ser considerado un asesinato.
Recuerdo cómo hasta bien entrado el nuevo milenio, aún se enviaban camiones con soldados y policías de tropas especiales para reprimir a quienes se reunían los fines de semana por la noche en la esquina del cine Yara, o en las cercanías del anfiteatro del Parque Lenin o bajo el puente del río Almendares, desafiando las prohibiciones del régimen, oponiendo resistencia al desprecio explícito y sistemático del Partido Comunista y Fidel Castro.
La gran ironía de aquella violencia consentida, institucionalizada, es que, en sintonía con la propia perspectiva discriminatoria del régimen, había una comunidad de “débiles” y “flojos”, de marginados, desafiando con valentía a un gobierno de “machos” militares. Como me ha dicho un gran amigo, testigo y víctima de aquellos enfrentamientos: “Los tacones y lentejuelas presentaban batalla fin de semana tras fin de semana contra golpizas y encarcelamientos”.
Visto así, podemos decir con toda certeza, que desde el primer día que el totalitarismo se instaló en la Isla, en los momentos de mayor terror, sin redes sociales ni Internet, sin protección ni ayudas de gobiernos extranjeros, estuvo ahí una comunidad diciendo al régimen tan solo con su actitud, con su pertinaz desobediencia: “No vamos a aceptar tus reglas”, “No vamos a dejar de ser lo que somos”, “No vas a aplastar mis derechos”.
Los homosexuales “fuera del armario” y la comunidad LGBTI toda, en Cuba, siempre han sido ejemplo de resistencia, y por tal motivo el régimen los asume en buena medida como disidencia. Y es exactamente a ese punto donde todos debemos mirar con atención cuando se busca hablar con autoridad de una tradición de lucha por los derechos del ser humano y las libertades en la Isla.
No por gusto los asuntos de la comunidad LGBTI, los intentos de controlarla, de administrarla, han sido puestos “oficialmente” en manos de quienes están. No por azar, y no precisamente por una actitud reivindicativa, se han propuesto fabricar líderes desde las filas comunistas y además usando como material principal la madera del mismo tronco que tachó de “flojos” y “traidores” a esos que siempre han sido tratados con desprecio por su rebeldía, una actitud que los “constructores del socialismo” tradujeron y condenaron como “ostentación”.
Esa violencia prejuiciosa y moralista del poder no es cosa del pasado. Lo sucedido con la “Nueva Constitución” respecto al asunto del matrimonio igualitario fue un ejemplo de que las cosas no han cambiado mucho. Que la fiera homofóbica, aunque con el rabo entre las patas, espera agazapada y peligrosa.
Si la represión policial y la campaña difamatoria contra los manifestantes del 11 de mayo de 2019 lo confirman —así como el llamar “loca” al influencer Alexander Otaola en una caricatura divulgada en el programa Mesa Redonda de la televisión oficial—, también la espontaneidad y la valentía de salir como grupo a ondear la bandera del arcoíris y reclamar derechos negados y postergados, en medio de un despliegue amenazante de fuerza bruta, es una demostración de dignidad y rebeldía que muy pocos y pocas en la Isla han ofrecido a una sociedad dormida, entrenada en los silencios y susurros.
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