El maleconazo no fue un chisme


LA HABANA, Cuba.- Hoy tuve un día agotador, una jornada de largas colas; la primera de todas fue en un Banco de la calle Ayestarán en el que pretendí cobrar la mísera pensión de mi madre, que duró muy poco, justo hasta que se asomó el “custodio” para advertir que se había “caído” la conexión y que no tenían noticias del tiempo que tardarían en reponerla.
En el segundo de los Bancos no tuve mejor suerte; tenían “conexión” pero la cola se volvió infinita desde que se perdió la conexión en el Banco vecino, y muy lenta la movilidad de los ancianos pensionados mientras hacían el camino a las cajas pagadoras, y parsimonioso el desempeño de las cajeras que hurgaban en las chequeras, y tan alarmante mi ansiedad que volví a emprender camino para procurar el cobro de los doscientos pesos de mi madre en otro sitio.
Dos horas y media más tarde, y ya con su “pensión” en la mano, comenzaría la otra odisea: conseguir qué comprar para cocinar luego. Y algo conseguí. Después de tantísimo ajetreo, y luego, aunque no es mi costumbre, dormí una breve siesta de la que me despertaron unos fuertes golpes en la puerta; uno de esos agentes que pesquisan las aguas en busca de huevos de mosquitos, quería revisar cada reservorio, y lo dejé que hurgara.
Hace un rato, pasadas las once de la noche, pretendí dormir hasta el amanecer, y volví a pensar en el buscador de larvas que me sacó del sueño, y hasta lo maldije, aunque luego le agradecí. Resulta que el recuerdo de esos golpes en la puerta me hizo recordar otros toques que me sacaron, hace veinticinco años, de una siesta.
Reviví los golpes de un amigo muy querido en la puerta de mi casa en aquel añejo solar de la Habana más vieja, aquella vez fue el escritor Ernesto Santana, quien me sacó de la cama con sus golpes en la puerta. Fue él quien me advirtió que el comunismo se estaba cayendo en las calles de la ciudad mientras yo dormía una “siestecita”, y solo entonces percibí el bullicio en la calle, los helicópteros sobrevolando la vieja ciudad. Santana exigió que me vistiera pronto, que me asomara al balcón que daba a la calle Cuarteles para que tuviera las primeras evidencias.
“¡Mira!”, dijo; y desde aquel balcón vi las primeras imágenes. Desde ese balcón miré a una mujer negra y robusta que increpaba a un vecino, un militar cuyo acento español delataba sus orígenes. El hombre reculaba a pesar de su uniforme, intentaba rebatir muy discretamente a la mujer y a los hijos que la secundaban, que repetían cada frase que saliera antes de la boca de su madre.
Y emprendimos el camino por la ciudad; una ciudad que parecía liberarse en cada grito. Todos los caminos de La Habana conducían, esa tarde, al malecón. La ciudad parecía la más espontánea de todas cuantas hasta entonces yo viera, y creo que nunca volvió a serlo como ese día. Después de aquella tarde no volví a mirar tanta euforia; jamás esa plaza de actos y conmemoraciones que alguna vez fue Plaza cívica, y luego la de la “revolución”, resultó tan verdaderamente rebelde, cívica, e incluso “revolucionaria, como el malecón de aquella calurosa tarde de un 5 agosto.
Ningún evento, ninguna celebración comunista, fue tan desahogada, tan vívida, tan impresionantemente real, como esa en la que una multitud estuvo desandando la ciudad y buscando el mar, ese mismo mar que dieciocho días antes se tragara los cuerpos de cuarenta y un cubanos, entre ellos once niños, que querían escapar de las miserias en el remolcador “13 de marzo”.
Ningún acto fue más explayado y más real en la Cuba reciente, que el de esa tarde de agosto. Nada lo superó en espontaneidad. Años después vendrían las marchas que reclamaron la vuelta de Elián, el regreso de los cinco espías que jamás consiguieron la naturalidad, la franqueza, de aquella tarde habanera que no temió a las palizas que decidió un “pueblo Indignado”, como querían hacer notar, aunque estuvieron preparadas desde antes, desde 1959, para avasallar cualquier evento que intentara cuestionar al poder.
Y aquella mujer que vivía en el solar de la calle Cuarteles, la que desafío al militar de acento español, fue recluida por algunos años, como muchos otros, y separada de sus dos hijos menores de edad. Ella fue condenada por su espontaneidad, por sumarse a la multitud que hacía reclamos, al gentío franco y explayado. Y muchos más cumplieron sus condenas entre rejas, alejados de los suyos, con más hambre y represiones que esas que ya sufrían en sus casas cubanas, en su país cubano.
Ya transcurrieron veinticinco años desde aquel día en el que recorrí las calles de la ciudad con mi entrañable amigo Ernesto Santana. Muchas veces miré hasta hoy esas imágenes que fueron fijadas aquel día y que muchos guardan con la certeza de que esa vez la ciudad fue la más espontánea de los últimos sesenta años, porque fue la más rebelde desde que los “rebeldes” la tomaron para convertirla luego en su feudo.
Esta ciudad del occidente, la que no está escoltada por sierras y montañas, fue esa vez hacia el malecón, hacia el mar, ese que ha resultado salvación, y tumba, para muchos. Esta ciudad también tuvo ese día su guerra, aunque el discurso oficial, y su prensa, se empeñe en decir que aquella multitud no era más que una recua de delincuentes, una tropilla de desalmados que el “enemigo” reuniera.
Y ese día de agosto la gente salió espontáneamente, para vivir, aunque el discurso oficial se empeñe en hacer notar que quienes se manifestaron no hacían otra cosa que procurarse la escapada. El 5 de agosto de aquel año no puede juzgarse sin mirar antes al 13 de julio y a sus muertos, sin mirar las tribulaciones que llegaron tras el “triunfo” de 1959. El Maleconazo fue reivindicación.
El maleconazo fue rebeldía espontánea. Ese día se hizo más visible una Cuba que nada tenía que ver con las concentraciones en la “plaza de la revolución”, aquella jornada mostró a una Habana política que se empeñaban, se empeñan aún, en esconder.
La Habana no volvió a ser la misma, no fue más la ciudad dócil, la que podía manejarse fácilmente con algunas amenazas. Es cierto que no apareció luego un evento de esa magnitud, pero siempre que se piensa en los reclamos de nuestra historia reciente, en reivindicaciones, se recuerdan aquellas horas y su espontaneidad. El arresto de los habaneros se hizo visible durante esa jornada que ya cumplió veinticinco años, y que no vino dictada desde afuera, como se quiere hacer notar. El maleconazo no fue una bravata, fue un desafío que puso en jaque al poder, que visibilizó los riesgos e hizo pensar en nuestras posibilidades. El maleconazo, creo, fue uno de esos imponderables de los que escribí hace unos días. El maleconazo fue el inicio de algo.
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