LAS TUNAS, Cuba. — Poblados muertos, falta de vida en los campos de caña y en las personas que los cultivan es el panorama visible hoy en los antes prósperos territorios cañeros de la campiña cubana, reseñamos en el artículo anterior, donde afirmamos que así “no se produce azúcar”, prometiendo explorar el porqué de la desolación que condujo al fracaso actual de la agroindustria azucarera cubana.
Para adentrarnos en ese paisaje dominado por la abulia, se imponen algunas interrogantes elementales: ¿La migración del campo a la ciudad es una tendencia sólo de la población rural cubana? ¿Acaso no ocurre igual despoblación campesina en otras regiones del mundo? ¿Por qué hoy la agroindustria cañera cubana se encuentra obsoleta, ociosas miles de hectáreas que primigeniamente fueron bosques de maderas preciosas, desmontados para sembrar cañaverales, ahora abandonados, cubiertos esos suelos de matorrales, en lugar de devolverles su original condición de terrenos forestales? ¿Por qué luego de haber sido Cuba la azucarera de Estados Unidos primero y luego de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que pagaron miles de millones de dólares en inversiones y por el azúcar que les vendimos, ese capital no fue reinvertido en la agroindustria?
Convengamos que el éxodo de la población rural hacia zonas urbanas es una dislocación demográfica universal. Y concordemos que, desde el punto de vista socioeconómico, esa torcedura del ambiente rural hacia las márgenes de la ciudad afecta a la mayoría de los países. Pero mientras en otras regiones del mundo se han esmerado en diseñar técnicas dirigidas a conseguir mayor producción agropecuaria y silvícola, incrementando la productividad de los suelos, las máquinas y el ser humano, en Cuba, desde hace más de 60 años, autoproclamándose “fuerza política dirigente superior de la sociedad y el Estado”, la dirigencia del Partido Comunista (PCC) y del monopolio estatal se han dedicado a recorrer los campos cubanos para pronunciar discursos, monsergas de quienes, sin ser agrónomos, o siéndolo sin oficio, inspeccionan cultivos y emiten dictámenes retóricos, improductivos todos, como se puede ver.
Si el desarrollo de la agroindustria azucarera en Cuba es concomitante con la esclavitud hasta el siglo XVIII, ya para la segunda mitad del siglo XIX fueron la introducción de nuevas variedades de caña mucho más productivas y la mecanización de los ingenios —dotándolos con máquinas de vapor— lo que propició que caña y azúcar, mieles y alcohol, rones y cera se transformaran en productos nacionales, con mercados seguros, y respaldo técnico actualizado en Estados Unidos hasta 1960, y luego en Europa y Asia hasta el derrumbe de la URSS.
Mientras el campo cubano se fue despoblando por las precarias condiciones de vida rural, y sobre todo por las expropiaciones de la propiedad privada impuestas por el estatismo comunista, otras naciones con economías de mercado, unas desarrolladas y otras en vía de desarrollo, ya desde finales de los años 50 del pasado siglo comenzaron a desarrollar una agrotecnia en constante modernización. En ese sentido, han registrado avances que van desde la preparación de los suelos hasta la siembra, fertilización y cosecha, hoy ya con empleo de sistemas electrónicos y computarizados. Sin embargo, en Cuba todavía se siembra la caña como lo hicieron los esclavos en el siglo XVIII: a mano.
No puede haber en la Isla producción de azúcar porque las mujeres y hombres que son productores cañeros, como personas, son desatendidos, y como creadores de bienes y servicios, son económicamente mal retribuidos.
Situemos como ejemplo el de un jefe de área en una UBPC (Unidad Básica de Producción Cooperativa) cañera con un salario diario de 170 pesos cubanos (25 pesos por dólar estadounidense a la tasa de cambio oficial: 6,8 dólares por ocho horas de trabajo) que supervisa a caballo o a pie la labor de 25 o 30 trabajadores en diferentes tareas. Pero como en Cuba no pueden comprarse dólares ni otras divisas a 25 pesos, sino a algo así como a 100, para adquirir esa moneda virtual a la que llamamos MLC (Moneda Libremente Convertible), única con las que se puede adquirir mercancías en las tiendas medianamente abastecidas, los 170 pesos de jornal del capataz disminuirían a 1,7 MLC, con lo cual no puede comprar ni un paquete de picadillo de carne de res cubana.
Y digamos que ese mismo jefe de área, capataz, mayoral, o como guste llamarlo, en la liquidación de la zafra obtenga por un año de labor, y en dependencia de la caña cosechada, 25 000 pesos, que si pudiera cambiarlos a la tasa oficial serían sólo 1 000 dólares, los que se reducirían a unos 250 al cambio real de 100 pesos por dólar estadounidense o MLC.
Desde hace muchos años los mismos académicos adscritos a centros de investigaciones del régimen lo han dicho: los ingresos de los productores cañeros son incongruentes con los precios del azúcar en el mercado internacional, tanto en términos de divisas como en su equivalente en moneda nacional, y a modo de ejemplo han situado que, si la libra de azúcar se cotiza a 0.10 USD en el mercado internacional, el productor sólo recibe la vigésima parte de ese precio. Alguien dirá que Cuba ya no exporta azúcar, pero si no la produce para el consumo nacional tiene que importarla, luego, esas son divisas que los productores le ahorran al país, pero que en el plano personal les reportan escasos o nulos beneficios.
En la zafra que recién concluyó el central Antonio Guiteras no sólo careció de partes y piezas, sino que también tuvo paradas por falta de agua en el proceso fabril, como también faltó agua potable para consumo humano en asentamientos poblacionales cañeros que suministran materia prima al Guiteras, siendo la falta de este suministro básico (el agua) tanto para la industria como para las personas un signo del grado de escualidez en que se encuentran no sólo las plantaciones cañeras, sino también de la flacura cívica de quienes, creyéndose líderes, tuercen los destinos de Cuba. En el próximo artículo, final de esta serie, miraremos hacia los posibles caminos para restaurar la agroindustria de la que un día dijimos: “Sin azúcar, no hay país”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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