LA HABANA, Cuba. – Lo recuerdo todo muy bien. Eran los años 50 del siglo anterior. Con 20 pesos se iba a la bodega y se compraba comida por la libre casi para un mes. Los salarios eran bajos, es cierto, pero los cubanos trabajaban y los productos de primera necesidad fabricados en Cuba y Estados Unidos no eran caros. Prácticamente con cinco pesos se podía comprar arroz, azúcar, un par de bistecs, vianda y tal vez una cerveza.
Luego, a partir de 1962, la Revolución de Fidel y Raúl Castro lo trastornó todo e implantó la famosa libreta de racionamiento que, desde un principio, resultó un verdadero dolor de cabeza en Cuba. En cantidades muy modestas, el gobierno se arrogaba el derecho de alimentar al pueblo y este, sin chistar, tenía que aceptar obedientemente lo que le ofrecían bajo la consigna de “Patria o Muerte. Venceremos”.
“No es fácil”, repiten los cubanos en la actualidad. Y no es fácil vivir bajo la tutela de un Estado omnipotente, cuyo propósito es gobernar la mente de los cubanos de la Isla a través de los medios de comunicación, todos a su favor, presumiendo ser bondadoso y perfecto.
Hoy, el cubano tendría que poseer miles y miles de pesos solo para sobrevivir.
Cada día, la prensa nacional informa de forma monótona la distribución de los productos alimenticios y de higiene personal, como si se tratara de algo que debemos agradecer hasta la muerte.
En un principio ―se recuerda bien― no importó que el cubano quedara humillado a la entrada de las “diplotiendas”, esperando a que el amigo extranjero le comprara un jabón, o un desodorante.
Luego, proliferaron las tiendas en divisas, no con el objetivo de favorecer al cubano necesitado, sino de recoger dólares de sus familias, lo que representó sin dudas la primera tabla de salvación del régimen.
Pero, ¿qué ocurría en realidad que, ni aun así, el socialismo avanzaba como lo esperaban Fidel y Raúl Castro? El 22 de mayo de 2021, muerto y encerrado en una piedra Fidel, su hermano reconoció que el modelo económico cubano no incentivaba el trabajo ni la innovación, lo mismo que había dicho en 2010 el dictador mayor, en una entrevista concedida a la revista The Atlantic.
En su lectura del Informe Central del VIII Congreso del único partido cubano, Raúl Castro reconoció los “problemas estructurales” de la economía del país, pero siguió poniendo límites y trabas al sector privado, al que él mismo había dado inicio 10 años atrás con el fin de evitar la destrucción total del socialismo.
Aun así, el socialismo seguía destruyéndose a cada paso suyo.
En ese mismo discurso, celebrado a puertas cerradas y sin acceso de la prensa, Raúl se despidió como jefe de gobierno, con 89 años y sin dejar de decir que se podría consolidar el proceso inversionista ―hoy en crisis total―, aun cuando años atrás había reconocido que Cuba era el único país del mundo donde no se trabajaba.
Por supuesto que no se debe a la capacidad de trabajo de los cubanos, sino al sistema socialista, que no produce riquezas.
¿Por qué el Estado insiste en mantener el dominio de los medios fundamentales de producción, y por tanto, el monopolio de los sectores clave de la economía, así como de las importaciones y las redes de comercio, manteniendo de esta forma la guerra contra el sentir del cubano?
¿De qué vale subir los salarios, al mismo tiempo que aumentan los precios, si no se logra incentivar al cubano al trabajo, sino todo lo contrario? El descontento general aumenta, no hay acceso a divisas y la moneda cubana está devaluada y sin valor en el exterior. Así estamos.
¿Será que Raúl, en su senectud, no se ha dado cuenta de que con las nuevas medidas económicas y el “ordenamiento” todo está peor, de que está acabando de hundir al socialismo en el mar?
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