LA HABANA, Cuba.- Un poco más de la mitad de ese pueblo colombiano que asistió a las urnas tuvo ahora la osadía de rechazar la paz tan anhelada. Y es que ese pueblo no estuvo dispuesto a entregar una patente de corso a los terroristas, a mercenarios y capos de la droga, a esa recua de asesinos que se empeñaron en ser legitimados.
Hace un par de meses estuve conversando en La Habana con una colombiana que es activista de los derechos humanos, y muy solidaria con la lucha de la oposición cubana al régimen totalitario de los hermanos Castro. Ella también estaba obsesionada con esa “paz” a la que pretendía llegar el presidente Juan Manuel Santos, quien, en medio de la desesperación, la ofrecería a cualquier costo.
Fue por eso que intenté hacerle notar a mi amiga todo el horror que conocería el país, cuando esos delincuentes con las manos todavía cubiertas por la sangre de sus víctimas, con sus inmensas fortunas obtenidas a través del tráfico de droga, de robos a bancos y recompensas de secuestros, comenzaran a sacar sus caletas para adquirir mansiones y autos blindados, para asalariar a sus guardaespaldas, matones de la guerra dispuestos a cumplimentar esta nueva guerra dentro de las ciudades; un ejército infiltrado en los jardines de las casas de los ciudadanos y pregonando sus políticas en la televisión, mostrando sus inconformidades, esas pataletas que asisten a los perdedores.
Sin que pudiera evitarlo continué describiéndole a esta colombiana esa realidad que imaginaba, y que se instalaría en el país si esa mugre llegaba al Congreso de la República, si eran legitimados en las filas de un partido político… No podía evitar la repugnancia mientras le auguraba ese futuro cercano, en caso de que ganara el sí. No podía dejar de pensar en las coincidencias que tenían estos hombres con Pablo Escobar, quien también sabía muy bien que después de estar forrado en dinero solo le faltaba el poder político.
Hice notar que esos bandidos que se escondían detrás de falsas ideologías se burlarían de la historia. Insistí en el hecho de que aquellos políticos de vergüenza se enfrentaron al capo y lo expulsaron del Congreso de la República, sabiendo incluso que tendrían que soportar su ira, y la muerte de muchos inocentes.
La joven, con los ojos desorbitados, reconoció esas posibilidades y mostró su inconformidad con tales circunstancias, con las que, como yo, tampoco estaba de acuerdo, y hasta coincidimos en el hecho de que ellos no se habían ganado el derecho a figurar públicamente, y que esos que se dicen guerrilleros, que se nombran “Ejército del Pueblo” están muy alejados de la decencia. Este diálogo con el gobierno de Santos lo obtuvieron por la vía del chantaje, y por la debilidad en las negociaciones; la mayor verdad es que ya estaban vencidos…, y hasta se les brindó el respiro que ellos jamás ofrecieron al ejército nacional.
Colombia no es mi país de nacimiento, pero ella le abrió sus brazos a muchos buenos cubanos como si de una segunda madre se tratara, y yo les agradezco ese gesto solidario; lo agradezco por todos esos hermanos a los que quiero entrañablemente, como al realizador Lilo Vilaplana, entre otros tantos artistas…
Y el domingo 2 de octubre, mientras se anunciaba todo el peligro que significaba para Cuba el huracán Matthew, yo recé para que ese otro peligro que significan las Fuerzas Armadas Revolucionarias-Ejército del Pueblo (FAR-EP), no se saliera con la suya, y recé para que ese pueblo los enfrentara y desconociera una paz pactada entre el gobierno y la guerrilla. Yo recé para que los delincuentes no pudieran exhibir sus rostros de atracadores junto a los buenos patriotas. Y recordé a la amiga colombiana cuando me escuchó guardando silencio; debatiéndose quizá entre esos dos polos tan opuestos.
“Yo necesito hacerlo por los míos”, dijo aquella vez mi amiga. “Yo no soportaría que mis hijos tuvieran que sufrir con esta guerra”.
“Cierto”, le dije, “pero sufrirán más que tú. El sufrimiento de ellos será peor, porque a ese dolor se añadirá el que les llegué tras la debilidad de unos padres que no supieron elegir un buen futuro para sus hijos. Dejarlos entrar en la política, podría ser el error más devastador para la política colombiana…”
Cuando el huracán Mattew entró en Cuba, concentré mis rezos en esos hijos de mi tierra. Después de que ganara el no en Colombia, elevé mis plegarias por esos cubanos del extremo más oriental del país, por esos que enfrentarían, y enfrentaron, un terrible castigo de la naturaleza, por esos que no tenían una casa que resguardara sus vidas, por esos que trabajaron tanto y solo consiguieron los peores alimentos, esos alimentos que solo consiguen alargar sus agonías, por esos que, miserablemente, pasan los días, los meses y los años.
Yo rezaba por mis hermanos del oriente del país, y el presidente Juan Manuel Santos se reunía con el expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien antes fuera su maestro y quien mucho le enseñó de lo que hoy conoce de política, y que le mostró los caminos que debían llevarlos a un país mejor; pero eso sucedió antes que Santos mordiera su mano. Yo rogaba por mis hermanos orientales y no dejaba de pensar en esa reunión entre Santos y el expresidente que debió concretarse al principio de las negociaciones entre el Gobierno y las FARC-EP. ¿Cuánto dinero y tiempo se hubiesen ahorrado todas las partes de haberse adelantado el encuentro?
Ahora llegaba el ciclón a Cuba, y a Colombia otro premio Nobel, esta vez para el Presidente Juan Manuel Santos… La isla era azotada por un gran evento meteorológico, y Colombia celebraba un nuevo premio que no era capaz de mostrar el mejor camino a sus hijos. Aquel comité europeo entregó el galardón, ignorando que son muchas las veces en las que la “paz” huele a pólvora. Baracoa recibía entonces un castigo que traía lo peor para sus habitantes.
Pese a todo me gustaría confiar en que la experiencia colombiana servirá para obtener la paz, sin que se vean obligados a otorgar reconocimiento y oportunidades a quienes solo merecen ser enfrentados por una justicia que los lleve a cumplir con las condenas que merecen. Y si así no fuera, entonces habrá que regresar a las zonas de operaciones y vencerlos allí, en ese lugar desde el que ahora amenazan otra vez.
Si los colombianos no enfrentan a esos oportunistas conocerán muy bien de esos planes de desestabilización nacional y regional que ya deben estar trazados, y que podrían poner a esos bandidos en el Palacio de Nariño. En el futuro inmediato de mis hermanos cubanos no hay ningún palacio, a ellos los esperan las casas destrozadas y una gran desolación.