MIAMI, Estados Unidos.- En marzo de 2016, en el Gran Teatro de La Habana, el presidente norteamericano democráticamente electo y reelecto Barack Obama se paró junto al dictador cubano, el general Raúl Castro, y lo tentó tres veces en público con las ventajas de la democracia:
―Usted no necesita temer a las voces diferentes del pueblo cubano, ni a su capacidad de hablar y de reunirse y de votar por sus líderes.
―Sí, yo creo que los votantes deben ser capaces de elegir a sus gobiernos en elecciones libres y democráticas.
―Y creo que los derechos humanos son universales.
En todos y cada uno de los casos, con aplausos monitoreados nerviosamente por los agentes secretos de la Seguridad del Estado.
Ahora, en noviembre de 2019, ya con Obama casi olvidado en el convulso escenario global, es el Rey de España Felipe VI el que viaja hasta Cuba para tentar dinásticamente a los revolucionarios profesionales que llevan 60 años de poder inconsulto. En este caso, con palabras casi plagiadas del ex premier norteamericano:
―Es necesaria la existencia de instituciones que representen a toda la realidad diversa y plural que existe de los ciudadanos.
―Y que estos puedan expresar por sí mismos sus preferencias y encontrar, en esas instituciones, el adecuado respeto a la integralidad de sus derechos incluyendo, entre ellos, la capacidad de expresar libremente sus ideas, la libertad de asociación o de reunión.
―Es en democracia como mejor se representan y se defienden los derechos humanos, la libertad y la dignidad de las personas, y los intereses de nuestros ciudadanos.
Aplausos, aplausos, aplausos. Apañados, apañados, apañados.
Completada la catarsis cubana para las cámaras, por supuesto, ninguno de esos dos jerarcas se creen su propio cuento de venir a engañar a los duchos gobernantes de la tiranía local, vendiéndoles desganadamente un modelo de democracia en el cual dichos duchos gobernantes (y muy probablemente sus cómplices familiares), bien saben que terminarán siendo juzgados y sentenciados en apenas un pestañazo, cuando no linchados en vendettas de élite mafiosa o por el propio pueblo desbocado.
No nos llamemos a engaño, porque de todas formas ya habitamos en el irreversible reino de la desilusión. La supuesta salida reconciliatoria, en un fenómeno de larga data despótica como la Revolución Cubana del castrismo, con violaciones violentas de sobra para integrar un tribunal eterno por crímenes de lesa humanidad, no es más que un espejismo que aterra por igual a sus víctimas y victimarios, sean ateos o entonen sus aleluyas, así en la Isla como en el Exilio. A partir de cierta masa crítica, la mierda amasada masivamente deviene miseria del alma: lo atroz justifica lo amoral.
El castrismo, compañeros y compañeras, en pleno siglo XXI ya no tiene afuera. Su legado límite es precisamente ése, constituir un callejón sin salida para unos protagonistas que se iniciaron matando a mediados del siglo pasado, y hoy no tienen otra alternativa existencial que no sea terminar muertos o matando. Y, alrededor del generalato genocida, un pueblo unido que jamás será vencido en nuestra impía incapacidad de pedirnos perdón entre nosotros mismos.
No se trata de un llamado al pesimismo patrio o a la parálisis cívica. Pero, como les solté en una ocasión a los funcionarios de la más histórica de las fundaciones cubano-americanas: prefiero la decepción antes que la demagogia.
Porque no hay nada más contraproducente para un compromiso con los cambios radicales que la certeza estéril, la convicción coja de todo convicto en que su día ya viene llegando, la espera sin esperanzas que durante décadas ha descoyuntado (de hecho, desaparecido) a la ciudadanía cubana.
El castrismo fue, también, eso: un exceso de confianza entre los verdugos de verde olivo y los descoloridos cubanos.
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