LA HABANA, Cuba.- En aquella primera década, Alejo Carpentier se sentía muy cómodo con sus ideas y con su vida, y aseguraba que seguiría “en el seno de una revolución que me hizo encontrarme a mí mismo en el contexto de un pueblo. Para mí terminaron los tiempos de soledad. Empezaron los tiempos de solidaridad”.
La destreza verbal y la erudición que le sirvieron para escribir geniales ficciones, a veces las usó también para magnificar el proceso histórico que estaba disfrutando: “Como bien dijo un clásico: «Hay sociedades que trabajan para el individuo. Y hay sociedades que trabajan para el hombre»”.
¿Qué diría el gran escritor revolucionario viendo cómo terminó lo que le pareció una sociedad que trabajaba para el hombre? O al ver el resultado de lo que llamó “tiempos de solidaridad”, que, más allá del plano personal, describió como solidaridad social, que resulta ser hoy uno de los conceptos más corrompidos y desnaturalizados por la revolución.
Destruidas muchas de las normas básicas de la convivencia humana, burlada toda igualdad ante la ley y convertidas en ilegítimas e injustas las propias leyes, la solidaridad abandonó el ámbito de la vida cotidiana del cubano y se convirtió en otro abuso verbal, en otro dogma y en una de las mayores mentiras del castrismo.
El mismo Carpentier había colaborado en la falacia intelectual de identificar ese caudillismo marxista con el ideal revolucionario histórico y el independentismo cubanos, y aun intentó empotrarlo en el ideario y en los giros sociales sobre los que levantaba sus relatos, sin suponer que, por ejemplo, la policía reprimiría hoy a los que practican la solidaridad por su cuenta.
Aunque prima demasiado el instinto de supervivencia, a veces un individuo o grupo de la sociedad civil intenta ser solidario con personas necesitadas de socorro y las autoridades se apresuran en criminalizar el gesto con acusaciones como propagación de epidemia o atentar contra el normal desarrollo de los niños.
Mientras, el gobierno se solidariza con quien quiera. Ayuda materialmente a regímenes criminales, a organizaciones violentas y a bandas organizadas para el delito. Ampara a ciudadanos perseguidos por la justicia internacional. Y, por supuesto, asiste a damnificados por todo el mundo, regalando hospitales y escuelas, así como también obtiene enormes beneficios de lo que precisamente llama solidaridad.
Parece absurdo reclamar solidaridad de un gobierno hacia su propio pueblo, pero es tanta la distancia abierta entre ambos en Cuba que muchos le imploran solidaridad a su propio gobierno si llega una catástrofe, suplicando —jamás exigiendo, según la descripción oficial— al gran benefactor, que jamás es un responsable con obligaciones.
Cada vez nos quedamos más solos. Es muy escasa la solidaridad de los pueblos y gobiernos de América Latina con los cubanos. Es también muy poca desde Europa. Se apoya al gobierno y existen programas de ayuda en determinados sectores para las personas, pero es siempre a través de intermediarios fuera de la sociedad civil.
El apoyo de Estados Unidos, enorme, ha sido efectivo en la protección de los exiliados, pero en cuanto a los de adentro ha sido siempre una asistencia controvertida, porque a veces parece beneficiar de algún modo al gobierno, que ha logrado con mucha eficacia fingirse víctima de una superpotencia por su ideología.
En los últimos tiempos, la administración norteamericana ha ido reduciendo cada vez más la ayuda material a los cubanos, tanto a los que intentan escapar como a los que se quedan, y pudiera argumentarse mucho a favor de la pertinencia de ese apoyo, pero, de ser cierto que el cubano se va quedando solo, habría que analizar cuánto nos perjudica y cuánto nos favorece.
Fuera de Cuba, hay quienes prefieren que la gente se lance a la calle y deponga al gobierno, que los cubanos “dejemos de ser carneros” y nos enfrentemos al poder, como hicimos contra los españoles, contra Machado o Batista, pero eso es simplificar mucho la historia e ignorar que nunca antes hemos tenido menos derechos y menos conocimiento de nuestra tragedia.
Es improbable, e indeseable, que se apele al desesperado recurso de la violencia, pero el otro camino, el de una larga transición, conlleva una cuota de sufrimiento, de frustraciones y dolor que no podemos calcular ni desde lejos. Un territorio demasiado desconocido.
Quizás es mejor que nos quedemos solos y aprendamos a ocuparnos así de nuestros problemas y de nuestro futuro. Acaso, mejor aprendamos a mirarnos en el espejo de nuestra soledad y veámonos como somos, un pequeño pueblo batido por las olas de la historia y llevado por las mareas de nuestras debilidades, ilusiones y cegueras.
Es difícil imaginar qué nos espera, pero es mejor no esperar una solidaridad venida desde fuera de nosotros mismos, que no dependa de nuestra fuerza y nuestro solo coraje, por largo que sea el camino. La vieja fraternidad que siempre tuvimos, nuestra abierta hospitalidad, nuestra naturaleza de siempre, más allá de las ideologías.
Regresar de todas las grandes mentiras sobre nuevos hombres y nuevas sociedades. La falsa fábula de la soledad y la solidaridad que acomodaban a Carpentier y a tantos otros. Recuperar la solidaridad natural, la de los individuos dignos en una sociedad que no trabaja para un poder por encima de las personas y de sus necesidades.