LA HABANA, Cuba.- Sorprenderse a estas alturas por los robos que ocurren en los predios del Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias, localizado en el municipio Calixto García, de la ciudad de Holguín, al oriente de la Isla, es algo que parece como un chiste.
Madelín Cabrera Cruz ha dejado constancia de su asombro en una carta publicada en la edición del 11 de abril del diario Juventud Rebelde.
Uno de los afectados es su hijo que, para colmo de males, no quiere continuar sus estudios en el centro universitario. Los cacos le birlaron el colchón y algunas prendas de vestir.
Esta historia me remite a aquella época de las Escuelas en el Campo en que todos los estudiantes de secundaria y posteriormente los de preuniversitario, teníamos que ir por 45 días a realizar labores agrícolas a parajes ubicados a cientos de kilómetros de nuestros hogares.
Esos planes comenzaron en la segunda mitad de la década del 60 hasta las postrimerías de los 90. Valga decir que surgieron al calor del voluntarismo de Fidel Castro con aquello de formar el hombre nuevo bajo la nefasta combinación de estudio, trabajo y fusil, es decir, adoctrinamiento, esfuerzos laborales sin retribución monetaria y preparación combativa para “la guerra contra el imperialismo yanqui”.
Alejados de los padres y sin una supervisión profesional, el experimento fue un desastre. Allí miles de jóvenes tuvieron sus primeras experiencias sexuales y adquirieron vicios de todo tipo. Precisamente, el robo resultó ser una de las prácticas más comunes.
Entre 1973 y 1976, lapso en que me tocó formar parte de esos contingentes, fui víctima y testigo de innumerables escamoteos.
Colchones, sábanas, ropas y zapatos desaparecían a diario. Rara vez los responsables de los campamentos descubrían a los autores de las fechorías.
La iniciativa fue en sí uno de los laboratorios para sistematizar las malas costumbres. Aquellos vientos trajeron tempestades que no cesan de dejar su impronta en todos los estratos sociales.
La candidez de Madelín ante hechos que desde hace décadas ocurren diariamente, no solo en el Instituto al que su hijo no quiere seguir asistiendo, es, más que anacrónica, risible. Hace décadas que el robo en Cuba es lo habitual e institucionalizado.
Cogerse lo que no es suyo es lo habitual en este país y algo que nadie se atreve a criticar en profundidad. De hecho, hay hasta nuevos verbos para definir el acto; como los socorridos “inventar” o “resolver”.
¿Ha oído hablar Madelín de los pesajes fraudulentos en los agro mercados o los precios alterados en las tiendas recaudadoras de divisas? En este país ni los teléfonos públicos, ni los bancos de los parques, ni las señales de tránsito, ni siquiera las tumbas de los cementerios se salvan de los depredadores.
No hay límites para “el Hombre Nuevo”. Y no hay denuncias que resuelvan el problema. Cada una de las cartas de los lectores que regularmente aparecen en la prensa oficial, se pierde en este escenario de anarquía, miseria y corrupción que hemos estado construyendo durante 55 años.
Además, lectora Madelín, si de cuestionar se trata, sería bueno preguntar por el origen de las fortunas de quienes gobiernan el país. Acaso sus modestos salarios oficiales justifican las casas que poseen, los viajes por el primer mundo, y los automóviles de último modelo, usados por ellos y sus familiares. Pero, claro, es muy probable que esa carta no salga publicada en Juventud Rebelde.