LA HABANA, Cuba – Por estos días en que la prensa gubernamental cubana habla tanto de Haydee Santamaría, la Heroína del Ataque al Cuartel Moncada, viene a mi mente aquella bronca entre ella y el poeta Nicolás Guillén.
Los cubanos de a pie, por supuesto, no la conocieron. Pero el sanquintín que se formó entre la Casa de las Américas y la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), a finales de la década del sesenta, no tuvo parangón con ningún otro de los tantos en la historia del castrismo palaciego.
Se dijo que hasta Fidel Castro, en un principio enfurecido cuando supo de la disputa, terminó desternillado de la risa porque el escándalo acabó en la tramoya con un poema de Guillén, titulado Digo que yo no soy un hombre puro.
“Tráiganme el poema” ordenó el Comandante Invicto de inmediato. Y Nicolás, temeroso, se lo mandó en un sobre cifrado.
En la historia, no corrió sangre real alguna. Simplemente una tarde, a finales de los años sesenta, en un restaurante de lujo –de aquellos donde sólo iban los nuevos ricos de la reciente nomenclatura– se toparon Haydee y el viejo Nicolás, acompañado éste de su joven secretaria.
Entonces fue que la Heroína del Moncada descubrió el intenso idilio que existía entre el poeta y la muchacha.
Dicen, para que nadie le contara, que hasta los vio besándose como postre delante de todos y que el Poeta Nacional, un poco pasado de copas y de langosta enchilada, le daba improcedentes besos a la secretaria en el restaurant, demasiado efusivos.
Al día siguiente, todavía molesta, la Heroína del Moncada lo llamó “impuro” por teléfono, y, en una reunión a puertas cerradas de la Casa, lo criticó duramente porque “un comunista tenía que ser un hombre completamente puro”.
Lo que ocurrió después, es propio de la chismografía que de Palacio conocíamos los que andábamos por sus alrededores.
Nicolás se encerró, “encabronado”, en su despacho casero con aire acondicionado, allá en el último piso del edificio Someillán –que fuera de millonarios en la República–, donde vivía con Rosa, su esposa. Tomó pluma y papel y escribió, entre otras cosas, esto que les pongo aquí:
“Yo no te digo que soy un hombre puro… Que amo a las mujeres… Y me gusta comer carne de puerco con papas, y garbanzos y chorizos y huevos, pollos, carneros, pavos, pescados y mariscos, y bebo ron y cerveza y aguardiente y vino y fornico incluso con el estómago lleno”.
Luego le siguen unos versos groseros, impublicables en CubaNet. Pueden buscarlo en el libro La Rueda dentada, editado en 1972, donde aparece con el título ya mencionado.
Al día siguiente la Heroína recibió el poema.
Ni aún así lo perdonó y siguió criticando al pobre viejito de Guillén, de manera muy injusta, sin misericordia alguna, algo que todavía hoy nadie entiende. Los escritores, sorprendidos, solían decir que Haydee estaba ciega, cieguecita, porque no miraba a su alrededor.
Además, ¿no había leído la historia de Lenin, el líder del gran estado soviético? ¿Nadie le había dicho tampoco que Lenin tuvo como amante a la francesita Inessa Armand, secretaria suya desde el exilio y que todos lo sabían –hasta Nadya, su esposa–, y que estaba enterrada a pocos pasos de la momia de Lenin, en el mismo Kremlin?
El Poeta Nacional no era el único que sufría de ese mal. Un mal que, por cierto, hizo que nadie saliera en defensa suya.
Fidel mucho menos.
Es por eso que Haydee quedó como un trasnochado Diógenes. Ella, con su lámpara apagada, pensaba que todos sus compañeros eran puros y que Nicolás, por glotón, era la excepción de la regla.