LA HABANA, Cuba. – No me gustan los funerales ni eso a lo que llaman “el último de los adioses”; me espantan la enfermedad y la muerte. No me seduce el rito funerario, ni el camposanto, más allá del arte, de la literatura o el cine. No me agrada, aunque me conmueve, el “golpe de ataúd en tierra firme” cuando resulta en extremo cercano. Aborrezco a esas plañideras que están más cerca del acto teatral que de la angustia real.
Hace algunos años contemplé en “San Pedro”, desde muy cerca, “La piedad” de Miguel Ángel a través de aquel cristal blindado que la protege desde que un australiano desquiciado intentara destruir la cara del Jesús que está en los brazos de su madre, y a pesar del vidrio pude suponer el dolor de María, parecido al de cualquier madre que carga en sus brazos al hijo ya sin vida. La muerte nunca es generosa, la muerte es siempre abyecta, es dolorosa y para los pelos de punta a cualquiera de los vivos. Para María, para cualquiera, resulta tremendamente seria.
Hasta hoy no se consiguió matar a la muerte. La muerte es para toda la eternidad, aunque también esa eternidad podría morir alguna vez. Nada nos salva de la muerte, ante ella somos todos iguales. La María, la de “La piedad”, es también una madre que carga a su hijo muerto. La muerte es, sin dudas, la misma para todos, aunque se trate de una virgen y del hijo de Dios. Los ritos funerarios son solo un distingo temporal, los ritos funerarios no son tan viejos como la muerte, las ceremonias, las pompas fúnebres, terminan, pero la muerte continúa devastando al muerto, hasta que lo convierte en polvo, en el barro que, como dijera Shakespeare, podría servir para tapar luego un barril de cerveza.
La muerte devasta al muerto y a los dolientes. Hace ya unos días murió en Cuba Alicia Alonso, y los cubanos vivieron una de las jornadas mortuorias más públicas en la historia de esta isla, una de las jornadas más vivas en la vida del país, casi una puesta en escena a teatro lleno. La gran bailarina ya no está, su muerte es, para siempre, una verdad irrefutable; pero no es la real muerte de la artista la que provoca estas líneas. Si ahora escribo es por los sentimientos encontrados que se despertaron con tal deceso, y que puso a los cubanos a discernir sobre la muerte y la vida de Alicia Alonso.
Alicia no volverá a bailar Giselle y nadie la verá sentada en el palco en un festival de ballet de La Habana, Alicia no volverá a recibir aplausos y su largo cuello será devorado por alimañas semejantes a los que devastan el cuerpo de todos los que abandonan la vida cada día; su flexibilidad ya no será un distingo, y no se hará visible el arco de sus empeines ni importará mucho la anatomía ósea que la distinguiera y que la acompañó en los múltiples fouettés que contaban sus fanáticos, esos pasos que despertaban chillidos lisonjeros, aplausos, cumplidos, que parecían infinitos.
Alicia Alonso ya se descompone, desde hace días, en el más famoso camposanto de la isla, pero su muerte sigue viva, despertando los más enfrentados comentarios. El deceso de la diva no resultó indiferente para nadie. La muerte de Alicia Alonso dio paso a las apostillas de muchos de sus fanáticos y también de detractores, de indiferentes que dejaron de serlo. El deceso de “La Alonso” ha puesto en el centro a la política. El discurso oficial destacó sus aptitudes para la danza y, con igual énfasis, su fidelidad al poder establecido desde 1959, mientras que otros atendían a los fouettés y a las variopintas filiaciones políticas de la “prima ballerina assoluta”.
Tras la muerte de Alicia los cubanos no se pusieron de acuerdo; unos destacaron a la artista mientras otros privilegiaban al ser desemejante en la política. La muerte devolvió a Giselle a la escena “revolucionaria”. La televisión cubana, la prensa escrita que el poder rige, la mostró junto a Fidel Castro, en una especie de mutuos encantamientos, pero también aparecieron otras cosillas. Tras el deceso de la gran Giselle cubana, se enteraron muchos de la función que preparó Alicia, en 1955 y en el teatro Auditorium, para celebrar la sentada de Batista en la silla presidencial.
Nada de eso dijo la prensa oficial, para ella Alicia Alonso era sólo de una revolución siempre presta a hacer notar el desagravio que tributó la FEU a la bailarina después de que Batista le retirara el apoyo a la compañía. Batista olvidó a la bailarina que lo apoyara en el Auditorium, y la FEU le hizo el “feo” a Batista desagraviando a la Alonso. Y ahora se sigue hablando de Alicia, de su apoyo a Fidel, a la revolución; y se hará por unos días más, en esos días en los que la diva cubana se descompone en el camposanto, y después también, cuando solo sea polvo.
Alicia debe ahora ser un poco más libre, eso diría Heidegger, si no estuviera muerto y se hubiera enterado del deceso de la bailarina. El hombre, decía el filósofo Martin, el de “El ser y el tiempo”, es más libre y “se asegura del supremo poderío de su libertad cierta y temerosa para morir”. Y Alicia, como el hombre de Heidegeerd, murió: pero hasta esa muerte trae discordias a la isla. Unos la alaban y otros atienden a sus apegos al poder de Fidel Castro, e incluso al de aquel Batista que le retiró el apoyo a su compañía.
Alicia nada ahora entre dos aguas; en las del poder comunista que exalta sus virtudes y también en las de algunos que prefieren destacar sus acercamientos a los muy diversos gobiernos que vivió en su larga vida. ¿Y será que Cuba no perdona? Yo creo que sí, pero sucede que el poder se empeña siempre en dividir, en situar a unos en las antípodas de los otros. El poder cubano es extremista, por intolerante y también porque no conoce medianías, porque prefiere hacer visibles los extremos, establecer diferencias, hablar de “buenos” y de “muy malos”.
El discurso cubano no se permitió jamás las medianías y obligó a sus subordinados a definir, muy claramente, sus opiniones. “Con la revolución TODO, contra la revolución NADA. Por eso no me parece tan terrible que muchos salieran a sacar los trapos sucios de Alicia, las pasiones que le despertó, primero una casaca y luego otra. Hoy están los que hablan de sus muchas dotes para la danza, de su Giselle, de su empeño en bailar aunque no pudiera ver a su partenaire, aunque solo pudiera guiarse por unas luces, aunque a esas luces ya no las viera luego y tuviera que ser tutelada, cuidada, por su compañero de baile, por la suerte o alguna divinidad.
Alicia fue sin dudas una gran artista. Alicia creó una gran compañía, una gran escuela, pero hoy, tras su muerte, no son pocos los que desatienden las bondades de su punteado baile porque se comprometió demasiado con un gobierno que jamás tuvo la elegancia de un fouette. Y no olvidemos que el loco de Luis XIV estuvo entre los primeros que tutelaron el ballet, el “Rey sol” propició grandes momentos para la danza que luego sería “clásica”, aunque fuera un déspota.
El gobierno comunista es el culpable de que ahora se destaquen las “manchas” de Alicia. Ese gobiernillo despótico pasó mucho tiempo despotricando, atacando a unos por traidores, alabando a otros por fieles, aunque tuvieran excelsos desempeños, los unos y los otros, en las artes, en las ciencias e incluso en “las políticas”. Los comunistas provocaron las discordancias; negaron a unos y alabaron a otros atendiendo a sus apegos políticos, a las fidelidades o a sus contrarias.
Celine fue un antisemita pero escribió “Viaje al centro de la noche”, así que es un gran escritor y también un propiciador del genocidio. Lovecraft creyó que los de la raza negra estaban colmados de vicios, y no era cierto, pero “desgraciadamente” escribió bastante, y además bien, como Shakespeare que era un poquitín racista. Virgilio Piñera, Lezama Lima, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, disfrutaron de “las ofrendas de varón” y por ello fueron marginados, aunque escribieran libros trascendentes, así que no debe enojarse el poder si algunos cubanos le sacan ahora trapos sucios a Alicia Alonso.
Dicen que Alicia salvó a algunos bailarines del encierro en las UMAP, y también es sabido que las salas de ballet quedaban repletas, en cada función, con esos amanerados o fenomenitos, o seres extravagantes, como les llamara Fidel Castro, que aplaudían el desempeño de Alicia, de Loipa, de Josefina y de toditas las joyas. El García Lorca, ahora Alicia Alonso, fue un templo reverenciado por los gais cubanos; allí se sintieron plenos, un poco libres, y muchos hasta se imaginaron en medio del escenario, levantados sobre las puntas de sus pies y vistiendo un tutú adornado, y bailando, bailando, “volando” en libertad.
Alicia recibió honores por estos días y también el fuego de muchos detractores, pero no hay más culpable que el gobierno comunista, ese que fue capaz de negar el talento de muchos, atendiendo a sus sexualidades, a sus filiaciones políticas, así que son ellos mismos, sus discursos segregacionistas, los culpables de que muchos atiendan a los diversos apegos políticos de Alicia y hasta dejen, injustamente, a un lado sus grandeza en la danza. El gobierno comunista cubano se empeñó en dividir, y ahora lo paga con los “trapos” de Alicia que se ventilan en tendederas públicas, aunque ella sea una grande, a pesar de sus reverencias al comunismo.
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