LA HABANA, Cuba.- En 1995, Margaret Gilpin junto a Luis Felipe Bernaza dieron a conocer el documental Mariposas en el andamio. Casi al inicio de este repaso precursor en torno al homosexualismo y travestismo en Cuba, el cineasta Enrique Pineda Barnet postula su inconformidad ante la “desacertada” noción de “tolerancia” y su trasfondo de “suficiencia” y “prepotencia”. Desde una sospecha hacia el tufo demagógico del rótulo, el director de La bella del Alhambra (1989) afirma que el problema reside en aceptar la diversidad humana por encima de todo y de todos.
Viva (2015) evade el tópico (supuestamente agotado) de la intolerancia frente al mundo de la diferencia. Como en un acto de magia, el escenario de la historia deja de ser una lucha entre los verdugos homófobos y sus víctimas rebeldes. Lejos de calcar un desahogo gay a lo Pedro Almodóvar, el largometraje dirigido por Paddy Breathnach (Dublín, 1964) aborda una trama de anhelo, paciencia y aceptación. Aunque el relato fílmico toma un rumbo impredecible; decepcionante para esos consumistas de catarsis prohibidas, y estimulante para quienes gustan de propuestas artísticas transgresoras del marco sexual, racial y político.
Jesús es un peluquero de dieciocho años (Héctor Medina) que aspira a trabajar en el cabaret que dirige musicalmente Mama (Luis Alberto García), bajo el mote artístico de Viva. Gracias al trucaje del guión cinematográfico, la noche de su debut recibe un doloroso espaldarazo: un ex-boxeador recién puesto en libertad (Jorge Perugorría) se levanta de la barra y golpea al novato transformista, para luego vociferar: “¡Ese es mi hijo! ¡Yo lo conozco!”. Pero la reacción del inusual espectador llamado Ángel Gutiérrez no será un accidente en el transcurso del film.
Esa misma noche, al llegar Jesús a casa con el labio inflamado, encuentra una botella de ron vacía sobre la mesa y al padre durmiendo en su cama. Ángel Gutiérrez es un personaje vencido por los puños que jamás fueron dorados y la prisión infecunda. Así, la batalla (verbal o física) se aplaza en medio del “gran silencio” que prodiga el hijo desatendido en situaciones límites. Porque Jesús no es una loca de carroza que sueña convertirse en una vedette nocturna, revirtiendo su deseo en un plumero cotidianamente público, capaz de incitar el rechazo social. Jesús es un buen muchacho que domina el secreto de las pausas: aquí radica la fortaleza espiritual de su anatomía vulnerable a excesos de “machos probados”.
A partir de un amanecer guiado por el interlocutor cómplice de la soledad, Jesús y Ángel empiezan a vivenciar el aprendizaje de un amor difícil, entre un padre que cometió un homicidio y un hijo que le cuesta revelar la esencia de su falso crimen. Cada escena íntima que los involucra sobresale por cuanto oculta antes que por cuanto saca a la luz. El silencio de uno es el aullido del otro en un trueque infinito, donde la culpa se diluye en las peripecias de existencias reducidas al margen.
“Tenemos que estar juntos o tratar” –dice el padre en voz baja, prometiendo que “intentará ser más civilizado”. Poco a poco, la tragedia de la incomprensión muta en un arduo proceso de reconciliación íntima, que no excluye la renuncia de Jesús a sobrevivir de esa “flojera” que desconcierta a su padre que, finalmente, termina por reconocerlo en la piel de Viva, rodeado por una salva de aplausos.
Muchos homosexuales (excéntricos o recatados) confiesan que el sueño de su vida es tener un marido fijo. En el caso de Jesús-Viva, esa añoranza común adquiere una connotación especial: el retorno del padre que no esperaba viene a llenar ese vacío paternal que acogerá entre dudoso y conforme: aunque su progenitor está “entero como el picadillo”, al menos ofrece la seguridad de que estará a su lado, para compartir la nostalgia materna sin temor a una partida.
Fiel a la connotación alegórica de su nombre, Jesús es un alma nacida para el sacrificio, pese a que también alquila su cuerpo, sea por placer o necesidad. Viva se torna creíble, debido a la magistral interpretación del joven Héctor Medina. Este actor, quien mostró garra precoz haciendo de chico malo en Camionero (2012), interioriza sin poses miméticas ese sentimiento de frustración que resiste Viva, al compás que se entrega al cuidado del padre enfermo, al realizar sin quejarse esas tareas de la subsistencia cotidiana, nada que ver con sus inquietudes artísticas.
En tanto, Ángel representa al perdedor carente de materia gris en el cerebro, que perdona al “hijo extraviado” cuando no le queda otra salida: aceptar la maldición femenina que posee a Jesús, última criatura dispuesta a soportarlo, entenderlo y quererlo. El rechazo hacia esa fuerza que eleva al muchacho cuando dobla a La Lupe en Qué te pedí, acaba por desaparecer en esa “tolerancia pospuesta”, inepta para consentir “desvíos ridículos” como el travestismo.
(El Ángel caído de la película es una resaca vigente en el porvenir de glorias atléticas en desuso. Vale recordar al medallista de bronce olímpico en Munich 1972 y campeón mundial en La Habana 1974 Douglas Rodríguez: ejemplo de abandono y auto-abandono, quien llegó a vender los muebles de su apartamento para beber. Un drama que esquivan nuestros cronistas deportivos sumidos en el añejo triunfalismo. Una caracterización orgánica de Jorge Perugorría, que le otorgó un salvoconducto entre sus detractores).
Por su parte, la Mama defendida con oficio por Luis Alberto García funge como bisagra de un desequilibrio que le puede echar a perder el negocio. Ello conduce a proteger sin quemarse la inquietud de su eficiente reparador de pelucas. Tal vez Mama simbolice al más cercano amigo que tiene Jesús, quien disfruta el gesto cómplice en los momentos de caída ajena. Mama interviene (hasta donde puede) entre la bestialidad de Ángel y la obediencia de Jesús, quien necesita subir a la tarima para levitar en el sitio donde los ángeles son demonios.
La división de la familia opuesta al conflicto migratorio es otro de los puntos que le facilitan a Viva marcar la distancia en relación a los clichés habituales en el cine cubano de la última centuria. No urge la presencia de un “gran conflicto” para fabular acerca de la miseria humana, regida por una creciente marginalidad y pobreza de los sectores mayoritarios. De esta manera, el transformismo noctámbulo es un telón de fondo para ambientar la ilusión, brío e incertidumbre de Viva, la nueva estrella del antro todavía cautiva de una peligrosa nobleza.
Ciertas imágenes finales combinan al hijo lavando el cuerpo inerte de su padre y alistándose (casi al borde del exorcismo), para interpretar su preludio de liberación. Apoteosis melodramática que le permitirá quitarse de encima el peso de la culpa. Entre Jesús y Viva, la fibra histriónica de Héctor Medina atravesó el espejo donde rostro y máscara se contaminan sin reparar en las consecuencias.
Viva (Irlanda-Cuba) no es afirmativa de ningún credo ético, moral o ideológico. Tampoco entendemos por qué deriva en un producto cultural en ventas callejeras, mezcladas con piltrafa telenovelera y musical de antenas parabólicas. Acaso “mal vista” por ser una producción independiente.
El arte es algo más que sexo, raza y política. Mejor dicho: un “todo incluido” sin los vicios de la socorrida triada. Viva es la antípoda de títulos como Viva Cuba (2005) de Juan Carlos Cremata Malberti o Cuba libre (2015) de Jorge Luis Sánchez. Este largometraje absurdamente clandestino, sobriamente poético y sencillamente conmovedor lo demuestra con una visión localmente universal.