MIAMI. Estados Unidos.- Actos violentos en los que se enfrentan dos fuerzas antagónicas. En una se mezclan el nacionalismo extremo, el racismo subyacente y la xenofobia, sentimientos exacerbados por los últimos giros de la política en Norteamérica y en otras partes del mundo. Desde el otro lado les responde el bloque que representa a una sociedad numéricamente mayoritaria, que asume y defiende su identidad multicultural, étnica y religiosa como uno de los principales pilares en que se fundamenta la nación norteamericana. El primer conjunto fruto de una realidad que pesa como lastre en el desarrollo histórico de Estados Unidos, desmintiendo discursos que aseveran la superación de un pasado latente, pero que a la menor oportunidad estalla mostrando, de la peor manera, que sus fantasmas no han sido exorcizados por completo.
Para buscar pasar página sobre ese pasado a veces se acude a soluciones poco felices. Una de ellas es la aplicación de la memoria histórica como pretensión de borrar un legado cruento, inscrito con sangre y violencia en los anales de un pueblo. Pero justamente se consigue lo contrario al incentivar el odio de unos y el resquemor de otros, retrotrayendo viejas cuentas pretéritas al presente. Terreno propicio para los que escudan conceptos e ideologías de fobia en una cruzada donde sus partidarios se presentan como los salvaguardas de las tradiciones y el nacionalismo más rancio.
Si bien es inaceptable que se erijan recordatorios que glorifiquen figuras de macabra trayectoria en la humanidad, (Hitler como prototipo) resulta igualmente preocupante cuando la lucha por el establecimiento de la justicia memorística recurre al derribo de monumentos dedicados a los que su momento lucharon en el bando equivocado, defendiendo un proyecto nacional que entendieron correcto. Es el caso de la guerra de Secesión norteamericana que dividió a la joven nación en dos bandos. El norte capitalista opuesto al sistema de explotación esclavista y los confederados del sur que apostaban por la esclavitud como sostén vital de su economía.
Trasladar a ese pasado lo que está ocurriendo en el presente, argumentando que con la eliminación de las imágenes que representan a la parte vencida se puede enmendar el mal que hoy anida en nuevos corazones y mentes, puede resultar en la introducción de graves errores. El General Lee y los que pelearon a su mando lo hacían por una convicción errada, pero muchos de ellos ni siquiera tenían esclavos como propiedad. La conservación del sur, más pobre y en desventaja respecto al norte industrial, se convirtió en el elemento aglutinador separatista. Los que hoy desfilan con símbolos supremacistas y nazis apoyándose en el pasado confederado, tal vez ni siquiera comprendan a fondo las diferencias que existen entre las realidades históricas que asumen como signo de identidad. Ofenden a judíos y otros grupos minoritarios raciales, étnicos o religiosos usando los mismos símbolos que recuerdan uno de los peores genocidios cometidos contra la Humanidad, obviando millones de vidas, entre ellas cientos de miles norteamericanas, ofrendadas para erradicar de la faz de la Tierra aquel engendro maligno del fascismo. Usan una retórica anti inmigratoria sin tener en cuenta que muchos de ellos descienden de inmigrantes.
De lo visto en estos días de disturbios en Estados Unidos merecen todo el rechazo y reprobación todas aquellas expresiones de carácter supremacista enarboladas por los partidarios del racismo, el nacionalismo extremo o la xenofobia. Pero también debe quedar espacio para criticar el modo en que algunos de sus contrincantes les enfrentaron. Ocurrió en las protestas violentas protagonizadas por antifascistas en las universidades e Berkeley, Nueva York y en Virginia. A palos igual, usando artilugios improvisados para causar lesiones graves: botellas de agua congelada a manera de ladrillos o una lata de gas convertida en soplete cuya llamarada dirigía un joven negro contra el grupo de racistas. Son imágenes que distan de aquellas acciones cívicas protagonizadas por Martin Luther King, Rosa Park y tantos otros luchadores pacíficos norteamericanos.
Ciertamente el mal tiene nombre y no debe quedar enmascarado por la errática respuesta de algunos que le hacen frente. Así mismo no puede obviarse que la maldad tiene caras y orígenes diversos. Identificarlos es el primer paso al que debe ir dirigido un verdadero esfuerzo restaurador. Las diferencias resultan apreciables entre barrios residenciales de blancos y aquella zona marginal habitada mayoritariamente por negros. Ocurre en el North de Miami y en el de Gainesville por igual. Unos lo llaman el gueto no declarado, sin muros separadores, pero con las evidentes señales de fronteras no establecidas. Es necesario igualmente hablar del trato despectivo que reciben no pocos hispanos por parte de blancos racistas. Y también por negros afroamericanos. Pero sin dejar de referir que expresiones equivalentes son lanzadas contra aquellos por voces hispanas e incluso sobre las prácticas discriminatorias y clasistas que numerosos miembros de último grupo étnico mantienen entre los suyos.
Se acusa al arribo de Donald Trump a la Casa Blanca como el detonante de la situación, o al menos de dar curso a la explosión que se verifica con mayor fuerza bajo su mandato. Algunos hechos parecen confirmarlo. Recuperar Estados Unidos, lema lanzado por poco más de mil extremistas en Charlottesville, pareciera tener algo en común con el slogan electoral que prometía hacer a Estados Unidos grande otra vez. Sin pretender asumir la defensa del actual inquilino de la Casa Blanca ni de sus simpatizantes, los males de los que se le responsabilizan de manera exclusiva, en cierta medida por su discurso desacertado, rondan o perviven desde hace tiempo en el ambiente. No han dejado de afectar en ninguna administración demócrata o republicana. Estaban con Bill Clinton, y antes de Clinton. Estuvieron con Obama y seguirían estando si el resultado electoral hubiera sido favorable a Hillary. Lo demuestra un reciente estudio sobre los diferentes grupos de odio activos que existen en todo el país. Una gama amplia que suma 917 agrupaciones en las que militan derechistas anti multiculturales, antiinmigrantes, anti LGBT, anti musulmanes, anti gobierno, negadores del holocausto (antisemitas), el KKK, neo confederados que exaltan la secesión del Sur, neonazis, skinhead racistas, católicos radicales y cristianos tradicionales (antisemitas), ciudadanos soberanistas, anti gobierno y los nacionalistas blancos.
California encabeza esta lista con 79 grupos seguida por la Florida, que tiene 63. En Miami-Dade destacan cuatro según el informe emitido por Southern Poverty Law Center, la institución que hizo el estudio. Se trata de los neoconfederados de la League of the South y tres grupos separatistas negros: Nation of Islam, el New Black Panther Party y la Israelite School of Universal Practical Knowledge. En Fort Lauderdale se registra además el D. James Kennedy Ministries, opuesto a la comunidad LGBT. En general agrupaciones compuestas por racistas afiliados al KKK y por grupos separatistas negros. Esto hasta el 2016.
Pero no es removiendo estatuas en la Florida, Carolina del Norte, Luisiana o en salones del Congreso, que se va a producir el cambio de mentalidades. “No debemos glorificar frente a nuestros edificios una parte de nuestra historia que en realidad es testimonio del pecado original de Estados Unidos”, dijo Lauren Poe, la alcaldesa de Gainesville, refiriéndose a la remoción de la estatua conocida como el “Viejo Joe”en aquella ciudad floridana. Un acto con más de demagógico y mediático que de alcance práctico, pues como ocurre con la historia de la caída bíblica, ese pecado social original histórico al que se nos remite, no puede ser enmendado arrinconándole en el trastero de la memoria o en un recóndito sitio lejos de las miradas. Mejor que remover monumentos y tarjas es educar a través de la historia sobre el pasado, sus personajes, hechos, coyunturas y consecuencias. Y sobre todas las cosas poner énfasis en la necesidad de erradicar de manera efectiva problemas medulares de marginación, pobreza, desigualdad o discriminación, pecados que han trascendido el pasado y se mantienen en el presente de una gran parte de la sociedad norteamericana, más allá del color de su piel, la religión que profese, las preferencias sexuales o políticas y al grupo étnico de pertenencia.